I
UN POCO DE HISTORIA POLÍTICA
La tarde del 26 de Marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en Madrid
entre un puñado de paisanos, que, al expirar, lanzaban el hasta entonces
extranjero grito de ¡Viva la República!, el Ejército de la
Monarquía española (traído o creado por Ataulfo, reconstituido por D.
Pelayo y reformado por Trastamara), de que a la sazón era jefe
visible, en nombre de Doña Isabel II, el Presidente del Consejo de
Ministros y Ministro de la Guerra, D. Ramón María Narváez...
Y basta con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas
menos sabidas y más amenas, a que dieron origen o coyuntura aquellos
lamentables acontecimientos.
II
NUESTRA HEROÍNA
En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia
casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel
entonces, y teatro de la refriega en tal momento, vivían solas, esto
es, sin la compañía de hombre ninguno, tres buenas y piadosas
mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al ser físico y
estado social, puesto que éranse que se eran una señora mayor,
viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya,
joven, soltera, natural de Madrid, y bastante guapa, aunque de tipo
diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en
todo a su padre), y una doméstica, imposible de filiar o
describir, sin edad, figura ni casi sexo determinables, bautizada, hasta
cierto punto, en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado
favor (como también se lo hizo aquel señor Cura) con reconocer que
pertenecía a la especie humana...
La mencionada joven parecía el símbolo o representación, viva y con
faldas, del sentido común: tal equilibrio había entre su hermosura
y su naturalidad, entre su elegancia y su sencillez, entre su gracia y
su modestia. Facilísimo era que pasase inadvertida por la vía
pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio, pero imposible que
nadie dejara de admirarla y de prendarse de sus múltiples
encantos, luego que fijase en ella la atención.
No era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades
llamativas, aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas no
bien se presentan en un salón, teatro, o paseo, y que comprometen o
anulan al pobrete que las acompaña, sea novio, sea marido, sea padre,
sea el mismísimo Preste Juan de las Indias... Era un conjunto sabio
y armónico de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa
regularidad no entusiasmaba al pronto, como no entusiasman la paz y el
orden; o como acontece con los monumentos bien proporcionados, donde
nada nos choca ni maravilla hasta que formamos juicio de que, si
todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente
bello. Dijérase que aquella diosa honrada de la clase media había
estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de
conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud, en tal forma y
manera, que no se la creyese pagada de sí misma, ni presuntuosa, ni
incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria
de sus hechizos y van por esas calles de Dios diciendo a todo el
mundo: Esta casa se vende... o se alquila.
Pero no nos detengamos en floreos ni dibujos, que es mucho lo que
tenemos que referir, y poquísimo el tiempo de que disponemos.
III
NUESTRO HEROE
Los republicanos disparaban contra la tropa desde la esquina de la
calle de Peregrinos, y la tropa disparaba contra los republicanos desde
la Puerta del Sol, de modo y forma que las balas de una y otra
procedencia pasaban por delante de las ventanas del referido piso bajo,
si ya no era que iban a dar en los hierros de sus rejas, haciéndoles
vibrar con estridente ruido e hiriendo de rechazo persianas, maderas y
cristales.
Igualmente profundo, aunque vario en su naturaleza y expresión, era el
terror que sentían la madre... y la criada. Temía la noble viuda,
primero por su hija, después por el resto del género humano, y en último
término por sí propia; y temía la gallega, ante todo, por su querido
pellejo; en segundo lugar, por su estómago y por el de sus amas,
pues la tinaja del agua estaba casi vacía y el panadero no había
parecido con el pan de la tarde y, en tercer lugar, un poquitillo por
los soldados o paisanos hijos de Galicia que pudieran morir o perder
algo en la contienda.—Y no hablamos del terror de la hija, porque, ya
lo neutralizase la curiosidad, ya no tuviese acceso en su alma, más
varonil que femenina, era el caso que la gentil doncella, desoyendo consejos y órdenes de su madre, y lamentos o aullidos de la criada,
ambas escondidas en los aposentos interiores, se escurría de vez en
cuando a las habitaciones que daban a la calle, y hasta abría las
maderas de alguna reja, para formar exacto juicio del ser y estado de la
lucha.
En una de estas asomadas, peligrosas por todo extremo, vio que las
tropas habían ya avanzado hasta la puerta de aquella casa, mientras que
los sediciosos retrocedían hasta la plaza de Santo Domingo, no sin
continuar haciendo fuego por escalones, con admirable serenidad y
bravura. Y vio asimismo que a la cabeza de los soldados, y aun de los
oficiales y jefes, se distinguía, por su enérgica y denodada actitud y
por las ardorosas frases con que los arengaba a todos, un hombre como de
cuarenta años, de porte fino y elegante, y delicada y bella, aunque
dura, fisonomía; delgado y fuerte como un manojo de nervios; más bien
alto que bajo, y vestido medio de paisano, medio de militar.
Queremos decir que llevaba gorra de cuartel con tres galoncillos de la
insignia de Capitán; levita y pantalón civiles, de paño negro; sable de
oficial de infantería, y canana y escopeta de cazador..., no del
Ejército, sino de conejos y perdices.
Mirando y admirando estaba precisamente la madrileña a tan singular
personaje, cuando los republicanos hicieron una descarga sobre él, por
considerarlo sin duda más temible que todos los otros, o suponerlo
general, ministro o cosa así, y el pobre capitán, o lo que fuera, cayó
al suelo, como herido de un rayo y con la faz bañada en sangre, en
tanto que los revoltosos huían alegremente muy satisfechos de su hazaña,
y que los soldados echaban a correr detrás de ellos, anhelando
vengar al infortunado caudillo...
Quedó, pues, la calle sola y muda, y, en medio de ella, tendido
y desangrándose, aquel buen caballero, que acaso no había expirado
todavía, y a quien manos solícitas y piadosas pudieran tal vez
librar de la muerte...La joven no vaciló un punto: corrió adonde
estaban su madre y la doméstica; explicoles el caso; díjoles que en la
calle de Preciados no había ya tiros; tuvo que batallar, no tanto con
los prudentísimos reparos de la generosa guipuzcoana, como con el miedo
puramente animal de la informe gallega, y a los pocos minutos las
tres mujeres transportaban en peso a su honesta casa, y colocaban en la
alcoba de honor de la salita principal, sobre la lujosa cama de la
viuda, el insensible cuerpo de aquel que, si no fue el verdadero
protagonista de la jornada del 26 de Marzo, va a serlo de nuestra
particular historia.
IV
EL PELLEJO PROPIO Y EL AJENO
Poco tardaron en conocer las caritativas hembras que el gallardo
Capitán no estaba muerto, sino meramente privado de conocimiento y
sentidos por resultas de un balazo que le había dado de refilón en
la frente, sin profundizar casi nada en ella. Conocieron también que
tenía atravesada y acaso fracturada la pierna derecha, y que no
debía descuidarse ni por un momento aquella herida, de la cual fluía
mucha sangre. Conocieron, en fin, que lo único verdaderamente útil y
eficaz que podían hacer por el desventurado era llamar en seguida a un
facultativo...
- Mamá dijo la valerosa joven, a dos pasos de acá, en la acera de
enfrente, vive el doctor Sánchez... ¡Que Rosa vaya y le haga venir! Todo
es asunto de un momento, y sin que en ello se corra ningún peligro...
En esto sonó un tiro muy próximo, al que siguieron cuatro o seis,
disparados a tiempo y a mayor distancia. Después volvió a reinar
silencio.
—¡Yo no voy!—gruñó la criada.—Esos que oyéronse ahora fueron también
tiros, y las señoras no querrán que me fusilen al cruzar la calle.
—¡Tonta! ¡En la calle no ocurre nada!—replicó la joven, quien acababa
de asomarse a una de las rejas.
—El tiro que sonó primero—prosiguió diciendo la llamada
Angustias,—y a que han contestado las tropas de la Puerta del Sol,
debió de dispararlo desde la buhardilla del número 19 un hombre muy feo,
a quien estoy viendo volver a cargar el trabuco... Las balas, por
consiguiente pasan muy altas, y no hay peligro ninguno en atravesar
nuestra calle. ¡En cambio, fuera la mayor de las infamias que
dejásemos morir a este desgraciado por ahorrarnos una ligera
molestia!
—Yo iré a llamar al médico—dijo la madre, acabando de vendar a su modo
la pierna rota del Capitán.
—¡Eso no!—gritó la hija, entrando en la alcoba.—¿Qué se diría de
mí? ¡Iré yo, que soy más joven y ando más de prisa! ¡Bastante has
padecido tú ya en este mundo con las dichosas guerras!
—¡Ni yo tampoco!—añadió la criada.
—¡Mamá, déjame ir! ¡Te lo pido por la memoria de mi padre! ¡Yo no tengo
alma para ver desangrarse a este valiente, cuando podemos salvarlo!
¡Mira, mira de qué poco le sirven tus vendas!... La sangre gotea ya
por debajo de los colchones.
—¡Angustias! ¡Te he dicho que no vas!
—No iré, si no quieres: pero, madre mía, piensa en que mi pobre padre,
tu noble y valeroso marido, no habría muerto, como murió,
desangrado, en medio de un bosque, la noche de una acción, si
alguna mano misericordiosa hubiese restañado la sangre de sus heridas...
—¡Angustias!
—¡Mamá!... ¡Déjame! ¡Yo soy tan aragonesa como mi padre, aunque he
nacido en este pícaro Madrid!
—Además, no creo que a las mujeres se nos haya otorgado ninguna bula, dispensándonos de tener tanta vergüenza y tanto valor como los hombres.
—Además, no creo que a las mujeres se nos haya otorgado ninguna bula, dispensándonos de tener tanta vergüenza y tanto valor como los hombres.
Así dijo aquella buena moza; y no se había repuesto su madre del
asombro, acompañado de sumisión moral o involuntario aplauso, que le
produjo tan soberano arranque, cuando Angustias estaba ya cruzando
impávidamente la calle de Preciados.
V
TRABUCAZO
¡Mire usted, señora! ¡Mire qué hermosa va!—exclamó la gallega,
batiendo palmas y contemplando desde la reja a nuestra heroína...
Pero, ¡ay!, en aquel mismo instante sonó un tiro muy próximo; y como la
pobre viuda, que también se había acercado a la ventana, viera a su
hija detenerse y tentarse la ropa, lanzó un grito desgarrador, y cayó de
rodillas, casi privada de sentido.
—¡No diéronle! ¡No diéronle!—gritaba en tanto la sirvienta.—¡Ya
entra en la casa de enfrente! Repórtese la señora...
Pero ésta no la oía. Pálida como una difunta, luchaba con su
abatimiento, hasta que, hallando fuerzas en el propio dolor, alzose
medio loca y corrió a la calle..., en medio de la cual se encontró
con la impertérrita Angustias, que ya regresaba seguida del médico.
Con verdadero delirio se abrazaron y besaron madre e hija, precisamente
sobre el arroyo de sangre vertida por el Capitán, y entraron al fin en
la casa, sin que en aquellos primeros momentos se enterase nadie de
que las faldas de la joven estaban agujereadas por el alevoso
trabucazo que le disparó el hombre de la buhardilla al verla atravesar
la calle...
La gallega fue quien, no sólo reparó en ello, sino quien tuvo la
crueldad de pregonarlo.
—¡Diéronle!—¡Diéronle!—exclamó con su gramática de Mondoñedo.—¡Bien
hice yo en no salir! ¡Buenos forados habrían abierto las balas en mis
tres refajos!
Imaginémonos un punto el renovado terror de la pobre madre, hasta que
Angustias la convenció de que estaba ilesa. Básteos saber que, según
iremos viendo, la infeliz guipuzcoana no había de gozar hora de salud
desde aquel espantoso día... Y acudamos ahora al malparado Capitán, a
ver qué juicio forma de sus heridas el diligente y experto doctor
Sánchez.
VI
DIAGNÓSTICO Y PRONÓSTICO
Envidiable reputación tenía aquel facultativo, y justificola de
nuevo en la rápida y feliz primera cura que hizo a nuestro héroe,
restañando la sangre de sus heridas con medicinas caseras, y
reduciéndole y entablillándole la fractura de la pierna sin más
auxiliares que las tres mujeres. Pero como expositor de su ciencia, no
se lució tanto, pues el buen hombre adolecía del vicio de Pero
Grullo.
Desde luego respondió de que el Capitán no moriría, "dado que saliese
antes de veinticuatro horas de aquel profundo amodorramiento", indicio
de una grave conmoción cerebral causada por la lesión que en la frente
le había producido un proyectil oblicuo (disparado con arma de fuego,
sin quebrantarle, aunque sí contundiéndole, el hueso frontal),
"precisamente en el sitio en que tenía la herida, a consecuencia de
nuestras desgraciadas discordias civiles y de haberse mezclado aquel
hombre en ellas"; añadiendo en seguida, por vía de glosa, que si la
susodicha conmoción cerebral no cesaba dentro del plazo marcado, el
Capitán moriría sin remedio, "en señal de haber sido demasiado fuerte el
golpe del proyectil; y que, respecto a si cesaría o no cesaría la tal
conmoción antes de las veinticuatro horas, se reservaba su pronóstico
hasta la tarde siguiente".
Dichas estas verdades de a folio, recomendó muchísimo, y hasta con
pesadez (sin duda por conocer bien a las hijas de Eva), que cuando
el herido recobrase el conocimiento no le permitieran hablar, ni le
hablaran ellas de cosa alguna, por urgente que les pareciese entrar en
conversación con él; dejó instrucciones verbales y recetas escritas para
todos los casos y accidentes que pudieran sobrevenir; quedó en
volver al otro día, aunque también hubiese tiros, a fuer de hombre tan
cabal como buen médico y como inocente orador, y se marchó a su casa,
por si le llamaban para otro apuro semejante; no, empero, sin
aconsejar a la conturbada viuda que se acostara temprano, pues no tenía
el pulso en caja, y era muy posible que le entrase una poca fiebre al
llegar la noche... (que ya había llegado).
VII
EXPECTACIÓN
Serían las tres de la madrugada, y la noble señora, aunque, en
efecto, se sentía muy mal, continuaba a la cabecera de su enfermo
huésped, desatendiendo los ruegos de la infatigable Angustias, quien
no sólo velaba también, sino que todavía no se había sentado en toda la
noche.
Erguida y quieta como una estatua, permanecía la joven al pie del
ensangrentado lecho, con los ojos fijos en el rostro blanco y afilado,
semejante al de un Cristo de marfil, de aquel valeroso guerrero a quien
admiró tanto por la tarde, y de esta manera esperaba con visible zozobra
a que el sinventura despertara de aquel profundo letargo, que podía
terminar en la muerte.
La dichosísima gallega era quien roncaba, si había que roncar,
en la mejor butaca de la sala, con la vacía frente clavada en las
rodillas, por no haber caído en la cuenta de que aquella butaca
tenía un espaldar muy a propósito para reclinar en él el occipucio.
Varias observaciones o conjeturas habían cruzado la madre y la hija,
durante aquella larga velada, acerca de cuál podría ser la calidad
originaria del Capitán, cuál su carácter, cuáles sus ideas y
sentimientos. Con la nimiedad de atención que no pierden las mujeres ni
aun en las más terribles y solemnes circunstancias, habían reparado en
la finura de la camisa, en la riqueza del reloj, en la pulcritud de la
persona y de las coronitas de marqués de los calcetines del paciente.
Tampoco dejaron de fijarse en una muy vieja medalla de oro que llevaba
al cuello bajo sus vestiduras, ni en que aquella medalla representaba a
la Virgen del Pilar de Zaragoza; de todo lo cual se alegraron sobre
manera, sacando en limpio que el Capitán era persona de clase y de buena
y cristiana educación. Lo que naturalmente respetaron fue el interior de
sus bolsillos, donde tal vez habría cartas o tarjetas que declarasen
su nombre y las señas de su casa; declaraciones que esperaban en Dios
podría hacerles él mismo cuando recobrase el conocimiento y la palabra,
en señal de que le quedaban días que vivir...
Mientras tanto, y aunque la refriega política había concluido por
entonces, quedando victoriosa la monarquía, oíase de tiempo en tiempo,
ora algún tiro remoto y sin contestación, como solitaria protesta de tal
o cual republicano no convertido por la metralla, ora el sonoro trotar
de las patrullas de caballería que rondaban, asegurando el orden
público; rumores ambos lúgubres y fatídicos, muy tristes de escuchar
desde la cabecera de un militar herido y casi muerto.
VIII
INCONVENIENTES DE LA "GUÍA DE FORASTEROS"
Así las cosas, y a poco de sonar las tres y media en el reloj del Buen
Suceso, el Capitán abrió súbitamente los ojos; paseó una hosca mirada
por la habitación, fijola sucesivamente en Angustias y en su madre, con
cierta especie de terror pueril, y balbuceó desapaciblemente:
—¿Dónde diablos estoy ?
La joven se llevó un dedo a los labios, recomendándole que guardara
silencio; pero a la viuda le había sentado muy mal la segunda
palabra de aquella interrogación, y apresurose a responder:
—Está usted en lugar honesto y seguro, o sea en casa de la generala
Barbastro, Condesa de Santurce, servidora de usted.
—¡Mujeres! ¡Qué diantre!...—tartamudeó el Capitán, entornando los ojos
como si volviese a su letargo...
Pero muy luego se notó que ya respiraba con la libertad y fuerza del que
duerme tranquilo.
—¡Se ha salvado!—dijo Angustias muy quedamente.—Mi padre estará
contento de nosotros.
—Rezando estaba por su alma...—contestó la madre.—¡Aunque ya ves que
el primer saludo de nuestro enfermo nos ha dejado mucho que desear!
—Me sé de memoria—profirió con lentitud el Capitán, sin abrir los
ojos—el Escalafón del Estado Mayor General del Ejército español,
inserto en la Guía de Forasteros, y en él no figura, ni ha
figurado en este siglo ningún general Barbastro.
—¡Le diré a usted!... exclamó vivamente la viuda.—Mi difunto
marido...
—No le contestes ahora mamá,—interrumpió la joven, sonriéndose.—Está
delirando, y hay que tener cuidado con su pobre cabeza. ¡Recuerda los
encargos del doctor Sánchez !
El Capitán abrió sus hermosos ojos; miró a Angustias muy fijamente, y
volvió a cerrarlos, diciendo con mayor lentitud:
—¡Yo no deliro nunca, señorita! ¡Lo que pasa es que digo siempre la
verdad a todo el mundo, caiga que caiga!
Y dicho esto, sílaba por sílaba, suspiró profundamente, como muy
fatigado de haber hablado tanto, y comenzó a roncar de un modo sordo,
cual si agonizase.
—¿Duerme usted, Capitán?—le preguntó muy alarmada la viuda. El herido
no respondió.
IX
MÁS INCONVENIENTES DE LA "GUÍA DE FORASTEROS"
—Dejémosle que repose...—dijo Angustias en voz baja, sentándose al
lado de su madre.—Y supuesto que ahora no puede oírnos, permíteme,
mamá, que te advierta una cosa... Creo que no has hecho bien en contarle
que eres Condesa y Generala...
—¿Por qué?
—Porque..., bien lo sabes, no tenemos recursos suficientes para cuidar
y atender a una persona como ésta, del modo que lo harían Condesas y
Generalas de verdad.
—¿Qué quiere decir de verdad?—exclamó vivamente la
guipuzcoana.—¿También tú vas a poner en duda mi categoría? ¡Yo soy tan
Condesa como la del Montijo, y tan Generala como la de Espartero!
—Tienes razón; pero hasta que el Gobierno resuelva en este sentido el
expediente de tu viudedad, seguiremos siendo muy pobres...
—¡No tan pobres! Todavía me quedan mil reales de los pendientes de
esmeraldas, y tengo una gargantilla de perlas con broches de brillantes,
regalo de mi abuelo, que vale más de quinientos duros, con los cuales
nos sobra para vivir hasta que se resuelva mi expediente, que será antes
de un mes, y para cuidar a este hombre como Dios manda, aunque la rotura
de la pierna le obligue a estar acá dos o tres meses... Ya sabes que el
Oficial del Consejo opina que me alcanzan los beneficios del artículo 10
del Convenio de Vergara; pues, aunque tu padre murió con
anterioridad, consta que ya estaba de acuerdo con Maroto...
—Santurce... Santurce... Tampoco figura este condado en la Guía de
Forasteros—murmuró borrosamente el Capitán, sin abrir los ojos.
Y luego, sacudiendo de pronto su letargo, y llegando hasta incorporarse
en la cama, dijo con voz entera y vibrante, como si ya estuviese bueno:
—¡Vamos claros, señora! Yo necesito saber dónde estoy y quiénes son
ustedes... ¡A mí no me gobierna ni me engaña nadie! ¡Diablo, y cómo me
duele esta pierna!
—Señor Capitán, ¡usted nos insulta!—exclamó la Generala
destempladamente.
—¡Vaya, Capitán! Estese usted quieto y calle...—dijo al mismo tiempo
Angustias con suavidad, aunque con enojo.—Su vida correrá mucho peligro
si no guarda usted silencio o si no permanece inmóvil. Tiene usted
rota la pierna derecha, y una herida en la frente, que le ha privado a
usted de sentido más de diez horas...
—¡Es verdad!—exclamó el raro personaje, llevándose las manos a la
cabeza y tentando las vendas que le había puesto el médico.—¡Esos
pícaros me han herido!—Pero, ¿quién ha sido el imprudente que me ha
traído a una casa ajena, teniendo yo la mía, y habiendo hospitales
militares y civiles?—¡A mí no me gusta incomodar a nadie, ni deber
favores, que maldito si merezco ni quiero merecer!—Yo estaba en la
calle de Preciados...
—Y en la calle de Preciados está usted número 14, cuarto
bajo...—interrumpió la guipuzcoana, desentendiéndose de las señas que
le hacía su hija para que callase. ¡Nosotras no necesitamos que nos
agradezca usted cosa alguna, pues no hemos hecho ni haremos más que
lo que manda Dios y la caridad ordena!—Por lo demás, está usted en una
casa decente. Yo soy doña Teresa Carrillo de Albornoz y Azpeitia, viuda
del general carlista D. Luis Gonzaga de Barbastro, convenido en
Vergara... (¿Entiende usted? Convenido en Vergara, aunque fuese
de un modo virtual, retrospectivo e implícito, como en mis instancias
se dice.) El cual debió su título de Conde de Santurce a un real
nombramiento de don Carlos V, que tiene que revalidar doña Isabel II, al
tenor del artículo 10 del Convenio de Vergara. ¡Yo no miento nunca, ni
uso nombres supuestos, ni me propongo con usted otra cosa que cuidarlo y
salvar su vida, ya que la Providencia me ha confiado este encargo!...
—Mamá, no le des cuerda...—observó Angustias.—Ya ves que, en
lugar de aplacarse, se dispone a contestarte con mayor ímpetu...
—¡Y es que el pobre está malo... y tiene la cabeza débil! ¡Vamos, señor
Capitán! Tranquilízese usted y mire por su vida...
Tal dijo la noble doncella con su gravedad acostumbrada. Pero el Capitán
no se amansó por ello, sino que la miró de hito en hito con mayor furia,
como acosado jabalí a quien arremete nuevo y más temible adversario, y
exclamó valerosísimamente:
X
EL CAPITÁN SE DEFINE A SÍ PROPIO
—¡Señorita!... En primer lugar, yo no tengo la cabeza débil, ni la he
tenido nunca, y prueba de ello es que no ha podido atravesármela una
bala. En segundo lugar, siento muchísimo que me hable usted con tanta
conmiseración y blandura, pues yo no entiendo de suavidades, zalamerías
ni melindres. Perdone usted la rudeza de mis palabras, pero cada uno es
como Dios lo ha criado, y a mí no me gusta engañar a nadie. ¡No sé por
qué ley de mi naturaleza prefiero que me peguen un tiro a que me traten
con bondad! Advierto a ustedes, por consiguiente, que no me cuiden
con tanto mimo, pues me harán reventar en esta cama en que me ha atado
mi mala ventura... Yo no he nacido para recibir favores, ni para
agradecerlos o pagarlos; por lo cual he procurado siempre no tratar con
mujeres, ni con niños, ni con santurrones, ni con ninguna otra gente
pacífica y dulzona... Yo soy un hombre atroz, a quien nadie ha podido
aguantar, ni de muchacho, ni de joven, ni de viejo, que principio a
ser... ¡A mí me llaman en todo Madrid el Capitán Veneno! Conque
pueden ustedes acostarse, y disponer, en cuanto sea de día, que me
conduzcan en una camilla al Hospital general. He dicho.
—¡Así deben ser todos!—respondió el Capitán.—¡Mejor andaría el mundo,
o ya se habría parado hace mucho tiempo!
Angustias volvió a sonreírse.
—¡No se sonría usted, señorita; que eso es burlarse de un pobre
enfermo, incapacitado de huir para librarla a usted de su
presencia!—continuó diciendo el herido con algún asomo de
melancolía.—¡Harto sé que les pareceré a ustedes muy mal criado; pero
crean que no lo siento mucho! ¡Sentiría, por el contrario, que me
estimasen ustedes digno de aprecio, y que luego me acusasen de haberlas
tenido en un error! ¡Oh! Si yo cogiera al infame que me ha traído a esta
casa, nada más que a fastidiar a ustedes y a deshonrarme...
—Trajímosle en peso yo y la señora y la señorita...—pronunció la
gallega, a quien habían despertado y atraído las voces de aquel
energúmeno.—El señor estaba desangrándose a la puerta de casa, y
entonces la señorita se ha condolido de él. Yo también me condolí algo.
Y como también se había condolido la señora, cargamos entre las
tres con el señor, que ¡vaya si pesa, tan cenceño como parece!
El Capitán había vuelto a amostazarse al ver en escena a otra
mujer; pero la relación de la gallega le impresionó tanto, que no pudo
menos de exclamar:
—¡Lástima que no hayan ustedes hecho esta buena obra por un hombre
mejor que yo! ¿Qué necesidad tenían de conocer al empecatado Capitán
Veneno?
Doña Teresa miró a su hija, como para significarle que aquel hombre era
mucho menos malo y feroz de lo que él creía, y se halló con que
Angustias seguía sonriéndose con exquisita gracia, en señal de que
opinaba lo mismo.
Entretanto, la elegíaca gallega decía lacrimosamente:
—¡Pues más lástima le daría al señor si supiese que la señorita fue en
persona a llamar al médico para que curase esos dos balazos, y que,
cuando la pobre iba por mitad del arroyo, tiráronle un tiro que...
mire usted... le ha agujereado la basquiña!
—Yo no se lo hubiera contado a usted nunca, señor Capitán, por miedo de
irritarlo...—expuso la joven, entre modesta y burlona, o sea bajando
los ojos y sonriendo con mayor gracia que antes.—Pero como esta Rosa se
lo habla todo, no puedo menos de suplicar a usted me perdone el
susto que causé a mi querida madre, y que todavía tiene a la pobre con
calentura.
El Capitán estaba espantado, con la boca abierta, mirando
alternativamente a Angustias, a Dª. Teresa y a la criada, y cuando la
joven dejó de hablar, cerró los ojos, dio una especie de rugido y
exclamó, levantando al cielo los puños:
—¡Ah, crueles! ¡Cómo siento el puñal en la herida! ¿Conque las tres
os habéis propuesto que sea vuestro esclavo o vuestro
hazmerreír? ¿Conque tenéis empeño en hacerme llorar o decir
ternezas? ¿Conque estoy perdido si no logro escaparme? ¡Pues me
escaparé! ¡No faltaba más sino que, al cabo de mis años, viniera yo
a ser juguete de la tiranía de tres mujeres de bien! ¡Señora!—prosiguió
con gran énfasis, dirigiéndose a la viuda.—¡Si ahora mismo no se
acuesta usted, y no toma, después de acostada, una taza de tila con
flor de azahar, me arranco todos estos vendajes y trapajos, y me
muero en cinco minutos, aunque Dios no quiera!—En cuanto a usted,
señorita Angustias, hágame el favor de llamar al sereno, y decirle
que vaya en casa del Marqués de los Tomillares, Carrera de San
Francisco, número... y le participe que su primo D. Jorge de
Córdoba le espera en esta casa gravemente herido.—En seguida se
acostará usted también, dejándome en poder de esta insoportable gallega,
que me dará de vez en cuando agua con azúcar, único socorro que
necesitaré hasta que venga mi primo Álvaro.—Conque lo dicho, señora
Condesa; principie usted por acostarse.
La madre y la hija se guiñaron, y la primera respondió apaciblemente:
—Voy a dar a usted ejemplo de obediencia y de juicio.—Buenas noches,
señor Capitán; hasta mañana.
—También yo quiero ser obediente...—añadió Angustias, después de
apuntar el verdadero nombre del Capitán Veneno y las señas de la
casa de su primo.—Pero como tengo mucho sueño, me permitirá usted que
deje para mañana el enviar ese atento recado al señor Marqués de
los Tomillares. Buenos días, señor don Jorge: hasta luego.
¡Cuidadito con no moverse!
—¡Yo no me quedo sola con este señor!—gritó la gallega.—¡Su genio de
demonio póneme el cabello de punta, y háceme temblar como una
cervata!
—Descuida, hermosa...—respondió el Capitán;—que contigo seré más
dulce y amable que con tu señorita.
Doña Teresa y Angustias no pudieron menos de soltar la carcajada al oír
esta primera salida de buen humor de su inaguantable huésped.
Y véase por qué arte y modo escenas tan lúgubres y trágicas como las de
aquella tarde y aquella noche, vinieron a tener por remate y
coronamiento un poco de júbilo y alegría. ¡Tan cierto resulta que en
este mundo todo es fugaz y transitorio, así la felicidad como el
dolor, o, por mejor decir, que de tejas abajo no hay bien ni mal
que cien años dure!
PARTE SEGUNDA
VIDA DEL HOMBRE MALO
I
LA SEGUNDA CURA
A las ocho de la mañana siguiente, que, por la misericordia de Dios, no
ofreció ya señales de barricadas ni de tumulto (misericordia que había
de durar hasta el 7 de Mayo de aquel mismo año, en que ocurrieron las
terribles escenas de la Plaza Mayor), hallábase el doctor Sánchez
en casa de la llamada Condesa de Santurce poniendo el aparato definitivo
en la pierna rota del Capitán Veneno.
A éste le había dado aquella mañana por callar. Sólo había abierto
hasta entonces la boca, antes de comenzarse la dolorosa operación, para
dirigir dos breves y ásperas interpelaciones a doña Teresa y a
Angustias, contestando a sus afectuosos buenos días.
Dijo a la madre:
—¡Por los clavos de Cristo, señora! ¿Para qué se ha levantado
usted estando mala? ¿Para que sean mayores mi sofocación y mi vergüenza?
¿Se ha propuesto usted matarme a fuerza de cuidados?
Y dijo a Angustias:
—¿Qué importa que yo esté mejor o peor? ¡Vamos al grano! ¿Ha enviado
usted a llamar a mi primo para que me saquen de aquí y nos veamos todos
libres de impertinencias y ceremonias?
—¡Sí, señor Capitán Veneno! Hace media hora que la portera le llevó
recado...—contestó muy tranquilamente la joven, arreglándole las
almohadas.
En cuanto a la inflamable Condesa, excusado es decir que había vuelto a
picarse con su huésped al oír aquellos nuevos exabruptos. Resolvió, por
tanto, no dirigirle más la palabra, y se limitó a hacer hilas y vendas y
a preguntar una vez y otra, con vivo interés, al impasible doctor
Sánchez, cómo encontraba al herido (sin dignarse nombrar a éste), y si
llegaría a quedarse cojo, y si a las doce podría tomar caldo de pollo y
jamón, y si era cosa de enarenar la calle para que no le molestara el
ruido de los coches, etcétera, etc.
El facultativo, con su ingenuidad acostumbrada, aseguró que del balazo
de la frente nada había ya que temer, gracias a la enérgica y
saludable naturaleza del enfermo, en quien no quedaba síntoma alguno de
conmoción ni fiebre cerebral; pero su diagnóstico no fue tan favorable
respecto de la fractura de la pierna. Calificola nuevamente de grave y
peligrosísima, por estar la tibia muy destrozada, y recomendó a D.
Jorge absoluta inmovilidad si quería librarse de una amputación, y aun
de la misma muerte...
Habló el Doctor en términos tan claros y rudos, no sólo por falta de
arte para disfrazar sus ideas, sino porque ya había formado juicio del
carácter voluntarioso y turbulento de aquella especie de niño
consentido. Pero a fe que no consiguió asustarlo: antes bien le arrancó
una sonrisa de incredulidad y de mofa.
Las asustadas fueron las tres buenas mujeres: doña Teresa por pura
humanidad; Angustias por cierto empeño hidalgo y de amor propio que ya
tenía en curar y domesticar a tan heroico y raro personaje, y la criada
por terror instintivo a todo lo que fuera sangre, mutilación y muerte.
Reparó el Capitán en la zozobra de sus enfermeras, y saliendo de la
calma con que estaba soportando la curación, dijo furiosamente al doctor
Sánchez:
—¡Hombre! ¡Podía usted haberme notificado a solas todas esas
sentencias! ¡El ser buen médico no releva de tener buen
corazón!—Dígolo, porque ya ve usted qué cara tan larga y tan triste ha
hecho poner a mis tres Marías!
Aquí tuvo que callar el paciente, dominado por el terrible dolor que le
causó el médico al juntarle el hueso partido.
—¡Bah, bah!—continuó luego.—¡Para que yo me quedase en esta casa!...
¡Precisamente no hay nada que me subleve tanto como ver llorar a las
mujeres!
El pobre Capitán se calló otra vez, y mordiose los labios algunos
instantes, aunque sin lanzar ni un suspiro...
Era indudable que padecía mucho.
—Por lo demás, señora...—concluyó dirigiéndose a Dª
Teresa,—¡figúraseme que no hay motivo para que me eche usted esas
miradas de odio, pues ya no puede tardar en venir mi primo Álvaro, y las
librará a ustedes del Capitán Veneno...! Entonces verá este señor
Doctor... (¡cáspita, hombre, no apriete usted tanto!), qué
bonitamente, sin pararse en eso de la inmovilidad (¡caracoles, qué
mano tan dura tiene usted!), me llevan cuatro soldados a mi casa en una
camilla, y terminan todas estas escenas de convento de monjas! ¡Pues no
faltaba más! ¡Calditos a mí! ¡A mí sustancia de pollo! ¡A mí enarenarme
la calle! ¿Soy yo acaso algún militar de alfeñique, para que se me trate
con tantos mimos y ridiculeces?
Iba a responder doña Teresa, apelando al ímpetu belicoso en que
consistía su única debilidad (y sin hacerse cargo, por supuesto, de que
el pobre D. Jorge estaba sufriendo horriblemente), cuando, por fortuna,
llamaron a la puerta, y Rosa anunció al Marqués de los Tomillares.
—¡Gracias a Dios!—exclamaron todos a un mismo tiempo, aunque con
diverso tono y significado.
Y era que la llegada del Marqués había coincidido con la terminación de
la cura.
Don Jorge sudaba de dolor.
Diole Angustias un poco de agua y vinagre, y el herido respiró
alegremente, diciendo:
—Gracias, prenda.
En esto llegó el Marqués a la alcoba, conducido por la Generala.
II
IRIS DE PAZ
Era D. Álvaro de Córdoba y Álvarez de Toledo un hombre sumamente
distinguido, todo afeitado, y afeitado ya a aquella hora; como de
sesenta años de edad; de cara redonda, pacífica y amable, que dejaba
traslucir el sosiego y benignidad de su alma, y tan pulcro, simétrico y
atildado en el vestir, que parecía la estatua del método y del orden.
Y cuenta que iba muy conmovido y atropellado por la desgracia de su
pariente; pero ni aun así se mostró descompuesto ni faltó en un ápice a
la más escrupulosa cortesía. Saludó correctísimamente a Angustias, al
Doctor y hasta un poco a la gallega, aunque ésta no le había sido
presentada por la señora de Barbastro, y entonces, y sólo entonces,
dirigió al Capitán una larga mirada de padre austero y cariñoso, como
reconviniéndole y consolándole a la par, y aceptando, ya que no el
origen, las consecuencias de aquella nueva calaverada.
Entretanto Dª. Teresa, y sobre todo la locuacísima Rosa (que cuidó mucho
de nombrar varias veces a su ama con los dos títulos en pleito),
enteraron velis nolis al ceremonioso Marqués de todo lo
acontecido en la casa y sus cercanías desde que la tarde anterior sonó
el primer tiro hasta aquel mismísimo instante, sin omitir la repugnancia
de D. Jorge a dejarse cuidar y compadecer por las personas que le
habían salvado la vida.
Luego que dejaron de hablar la Generala y la gallega, interrogó el
Marqués al doctor Sánchez, el cual le informó acerca de las heridas del
Capitán en el sentido que ya conocemos, insistiendo en que no debía
trasladársele a otro punto, so pena de comprometer su curación y
hasta su vida.
Por último: el buen D. Álvaro se volvió hacia Angustias en ademán
interrogante, o sea explorando si quería añadir alguna cosa a la
relación de los demás; y, viendo que la joven se limitaba a hacer un
leve saludo negativo, tomó su excelencia las precauciones nasales y
laríngeas, así como la expedita y grave actitud de quien se dispusiese a
hablar en un senado (era senador), y dijo entre serio y afable...
(Pero este discurso debe ir en pieza separada, por si alguna vez lo
incluyen en las Obras completas del Marqués, quien también era
literato... de los apellidados "de orden".)
III
PODER DE LA ELOCUENCIA
—Señores: en medio de la tribulación que nos aflige, y prescindiendo de
consideraciones políticas acerca de los tristísimos acontecimientos de
ayer, paréceme que en modo alguno podemos quejarnos...
—¡No te quejes tú, si es que nada te duele!... Pero ¿cuándo me toca a
mí hablar?—interrumpió el Capitán Veneno.
—¡A ti nunca, mi querido Jorge!—le respondió el Marqués
suavemente.—Te conozco demasiado para necesitar que me expliques tus
actos positivos o negativos. ¡Bástame con el relato de estos
señores!
El Capitán, en quien ya se había notado el profundo respeto... o
desprecio con que sistemáticamente se abstenía de llevar la contraria
a su ilustre primo, cruzó los brazos a lo filósofo, clavó la vista
en el techo de la alcoba, y se puso a silbar el himno de Riego.
—Decía...—prosiguió el Marqués—que de lo peor ha sucedido lo mejor.
La nueva desgracia que se ha buscado mi incorregible y muy amado
pariente don Jorge de Córdoba, a quien nadie mandaba echar su cuarto a
espadas en el jaleo de ayer tarde (pues que está de reemplazo,
según costumbre, y ya podía haber escarmentado de meterse en libros
de caballerías), es cosa que tiene facilísimo remedio, o que lo tuvo,
felizmente, en el momento oportuno, gracias al heroísmo de esta gallarda
señorita, a los caritativos sentimientos de mi señora la generala de
Barbastro, Condesa de Santurce, a la pericia del digno doctor en
medicina y cirugía Sr. Sánchez, cuya fama érame conocida hace muchos
años, y al celo de esta diligente servidora...
Aquí la gallega se echó a llorar.
—Pasemos a la parte dispositiva...—continuó el Marqués, en quien, por
lo visto, predominaba el órgano de la clasificación y el deslinde, y
que, de consiguiente, hubiera podido ser un gran perito
agrónomo.—Señoras y señores: supuesto que, a juicio de la
ciencia, de acuerdo con el sentido común, fuera muy peligroso mover de
ese hospitalario lecho a nuestro interesante enfermo y primo hermano
mío don Jorge de Córdoba, me resigno a que continúe perturbando esta
sosegada vivienda hasta tanto que pueda ser trasladado a la mía o a la
suya. Pero entiéndase que todo ello es partiendo de la base, ¡oh
querido pariente!, de que tu generoso corazón y el ilustre nombre que
llevas sabrán hacerte prescindir de ciertos resabios de colegio,
cuartel o casino, y ahorrar descontentos y sinsabores a la
respetable dama y a la digna señorita que, eficazmente secundadas por su
activa y robusta doméstica, te libraron de morir en mitad de la
calle...—¡No me repliques! ¡Sabes que yo pienso mucho las cosas antes
de proveer, y que nunca revoco mis propios autos! Por lo demás, la
señora Generala y yo hablaremos a solas (cuando le sea cómodo, pues yo
no tengo nunca prisa) acerca de insignificantes pormenores de conducta,
que darán forma natural y admisible a lo que siempre será, en el fondo,
una gran caridad de su parte...—Y, como quiera que ya he
dilucidado por medio de este ligero discurso, para el cual no venía
preparado, todos los aspectos y fases de la cuestión, ceso por ahora en
el ejercicio de la palabra. He dicho.
El Capitán seguía silbando el himno de Riego, y aun creemos que el de
Bilbao y el de Maella, con los iracundos ojos fijos en el techo de
la alcoba, que no sabemos como no principió a arder o no se vino al
suelo.
Angustias y su madre, al ver derrotado a su enemigo, habían procurado
dos o tres veces llamarle la atención, a fin de calmarlo o consolarlo
con su mansa y benévola actitud; pero él les había contestado por medio
de rápidos y agrios gestos, muy parecidos a juramentos de venganza,
tornando en seguida a su patriótica música, con expresión más viva y
ardorosa.
Dijérase que era un loco en presencia de su loquero; pues no otro
oficio que este último representaba el Marqués en aquel cuadro.
IV
PREÁMBULOS INDISPENSABLES
Retirose en esto el doctor Sánchez, quien, a fuer de
experimentado fisiólogo y psicólogo, todo lo había comprendido y
calificado, cual si se tratase de autómatas y no de personas, y entonces
el Marqués pidió de nuevo a la viuda que le concediese unos minutos de
audiencia particular.
Doña Teresa le condujo a su gabinete, situado al extremo opuesto de la
sala, y, una vez establecidos allí en sendas butacas los dos
sexagenarios, comenzó el hombre de mundo por pedir agua templada con
azúcar, alegando que le fatigaba hablar dos veces seguidas, desde que
pronunció en el senado un discurso de tres días en contra de los
ferrocarriles y telégrafos; pero, en realidad, lo que se propuso al
pedir el agua, fue dar tiempo a que la guipuzcoana le explicase qué
generalato y qué condado eran aquellos de que el buen señor
no tenía anterior noticia, y que hacían mucho al caso, dado que iban a
tratar de dinero.
¡Pueden imaginarse los lectores con cuánto gusto se explayaría la pobre
mujer en tal materia, a poco que le hurgó D. Álvaro!...
Refirió su expediente de pe a pa, sin olvidar aquello del derecho
virtual, retrospectivo e implícito... a tener que comer, que le
asistía, con sujeción al artículo 10 del Convenio de Vergara; y
cuando ya no le quedó más que decir y comenzó a abanicarse en señal de
tregua, apoderose de la palabra el Marqués de los Tomillares, y habló en
los términos siguientes:
(Pero bueno será que vaya también por separada su interesante relación,
modelo de análisis expositivo, que podrá figurar en la Sección vigésima
de sus obras titulada Cosas de mis parientes, amigos y servidores.)
V
HISTORIA DEL CAPITÁN
—Tiene usted, señora Condesa, la mala fortuna de albergar en su casa a
uno de los hombres más enrevesados e inconvenientes que Dios ha echado
al mundo. No diré yo que me parezca enteramente un demonio; pero sí que
se necesita ser de pasta de ángeles, o quererlo, como yo lo quiero,
por ley natural y por lástima, para aguantar sus impertinencias,
ferocidades y locuras. ¡Bástele a usted saber que las gentes disipadas y
poco asustadizas con quienes se reúne en el Casino y en los cafés,
le han puesto por mote el Capitán Veneno, al ver que siempre está
hecho un basilisco y dispuesto a romperse la crisma con todo bicho
viviente por un quítame allá esas pajas! Úrgeme, sin embargo,
advertir a usted para su tranquilidad personal y la de su familia, que
es casto y hombre de honor y vergüenza, no sólo incapaz de ofender el
pudor de ninguna señora, sino excesivamente huraño y esquivo con el
bello sexo. Digo más: en medio de su perpetua iracundia, todavía no ha
hecho verdadero daño a nadie, como no sea a sí propio, y por lo que
a mí toca, ya habrá usted visto que me trata con un acatamiento y el
cariño debidos a una especie de hermano mayor o segundo padre... Pero,
aun así y todo, repito que es imposible vivir a su lado, según lo
demuestra el hecho elocuentísimo de que, hallándonos él soltero y yo
viudo, y careciendo el uno y el otro de más parientes, arrimos o
presuntos y eventuales herederos, no habite en mi demasiado anchurosa
casa, como habitaría el muy necio si lo deseare; pues yo, por
naturaleza y educación, soy muy sufrido, tolerante y complaciente con
las personas que respetan mis gustos, hábitos, ideas, horas, sitios y
aficiones. Esta misma blandura de mi carácter es a todas luces lo que
nos hace incompatibles en la vida íntima, según han demostrado ya
diferentes ensayos; pues a él le exasperan las formas suaves y corteses,
las escenas tiernas y cariñosas, y todo lo que no sea rudo, áspero,
fuerte y belicoso. ¡Ya se ve! Criose sin madre y hasta sin
nodriza... (Su madre murió al darlo a luz, y su padre, por no lidiar con
amas de leche, le buscó una cabra..., por lo visto montés, que se
encargase de amamantarlo.) Se educó en colegios como interno, desde el
punto y hora que le destetaron; pues su padre, mi pobre hermano Rodrigo,
se suicidó al poco tiempo de enviudar. Apuntole el bozo haciendo la
guerra en América, entre salvajes, y de allí vino a tomar partido en
nuestra discordia civil de los siete años. Ya sería general, si no
hubiese reñido con todos sus superiores desde que le pusieron los
cordones de cadete, y los pocos grados y empleos que ha obtenido hasta
ahora, le han costado prodigios de valor y no sé cuántas heridas; sin lo
cual no habría sido propuesto para recompensa por sus jefes, siempre
enemistados con él a causa de las amargas verdades que acostumbra a
decirles. Ha estado en arresto diez y seis veces, y cuatro en diferentes
castillos; todas ellas por insubordinación. ¡Lo que nunca ha hecho ha
sido pronunciarse! Desde que se acabó la guerra, se halla
constantemente de reemplazo; pues, si bien he logrado, en mis épocas de
favor político, proporcionarle tal o cual colocación en oficinas
militares, regimientos, etc., a las veinticuatro horas ha vuelto a ser
enviado a su casa. Dos Ministros de la Guerra han sido desafiados por
él; y no le han fusilado todavía, por respeto a mi nombre y a su
indisputable valor. Sin embargo de todos estos horrores, y en vista de
que había jugado al tute, en el pícaro Casino del Príncipe, su escaso
caudal, y de que la paga de reemplazo no le bastaba para vivir con
arreglo a su clase, ocurrióseme, hace siete años, la peregrina idea de
nombrarle Contador de mi casa y hacienda, rápidamente desvinculadas por
la muerte sucesiva de los tres últimos poseedores (mi padre y mis
hermanos Alfonso y Enrique), y muy decaídas y arruinadas a consecuencia
de estos mismos frecuentes cambios de dueño. ¡La Providencia me inspiró
sin duda alguna pensamiento tan atrevido! Desde aquel día mis asuntos
entraron en orden y prosperidad: antiguos e infieles administradores
perdieron su puesto o se convirtieron en santos, y al año siguiente se
habían duplicado mis rentas, casi cuadruplicadas en la actualidad, por
el desarrollo que Jorge ha dado a la ganadería... ¡Puedo decir que hoy
tengo los mejores carneros del Bajo Aragón, y todos están a la orden de
usted! Para realizar tales prodigios, hale bastado a ese tronera
con una visita que giró a caballo por todos mis estados (llevando en la
mano el sable, a guisa de bastón), y con una hora que va cada día a las
oficinas de mi casa. Devenga allí un sueldo de treinta mil reales; y no
le doy más, porque todo lo que le sobra, después de comer y vestir,
únicas necesidades que tiene (y esas con sobriedad y modestia), lo
pierde al tute el último día de cada mes... De su paga de reemplazo no
hablemos, dado que siempre está afecta a las costas de alguna sumaria
por desacato a la autoridad... En fin: a pesar de todo, yo le amo y
compadezco, como a un mal hijo..., y, no habiendo logrado tenerlos
buenos ni malos en mis tres nupcias, y debiendo de ir a parar a él, por
ministerio de la ley, mi título nobiliario, pienso dejarle todo mi
saneado caudal; cosa que el muy necio no se imagina, y que Dios me libre
de que llegue a saber; pues, de saberlo, dimitiría su cargo de
Contador, o trataría de arruinarme, para que nunca le juzgara interesado
personalmente en mis aumentos. ¡Creerá sin duda el desdichado,
fundándose en apariencias y murmuraciones calumniosas, que pienso testar
en favor de cierta sobrina de mi última consorte, y yo le dejo en su
equivocación, por las razones antedichas!... ¡Figúrese usted, pues, su
chasco el día que herede mis nueve milloncejos! ¡Y qué ruido meterá
con ellos en el mundo! ¡Tengo la seguridad de que, a los tres meses, o
es Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, o lo ha
pasado por las armas el general Narváez! Mi mayor gusto hubiera
sido casarlo, a ver si el matrimonio lo amansaba y domesticaba y yo le
debía, lateralmente, más dilatadas esperanzas de sucesión para mí
título de Marqués; pero ni Jorge puede enamorarse, ni lo confesaría
aunque se enamorara, ni mujer ninguna podría vivir con semejante
erizo... Tal es, imparcialmente retratado, nuestro famoso Capitán
Veneno; por lo que suplico a usted tenga paciencia para aguantarlo
algunas semanas, en la seguridad de que yo sabré agradecer todo lo que
hagan ustedes por su salud y por su vida, como si lo hicieran por mí
mismo.
El Marqués sacó y desdobló el pañuelo, al terminar esta parte de su
oración, y se lo pasó por la frente, aunque no sudaba... Volvió en
seguida a doblarlo simétricamente, se lo metió en el bolsillo posterior
izquierdo de su levita, aparentó beber un sorbo de agua, y dijo así,
cambiando de actitud y de tono.
VI
LA VIUDA DEL CABECILLA
—Hablemos ahora de pequeñeces, impropias, hasta cierto punto, de
personas de nuestra posición; pero en que hay que entrar forzosamente.
La fatalidad, señora Condesa, ha traído a esta casa, e impide salir de
ella en cuarenta o cincuenta días, a un extraño para ustedes, y un
desconocido, a un don Jorge de Córdoba, de quien nunca habían oído
hablar, y que tiene un pariente millonario... Usted no es rica, según
acaba de contarme...
—¡Lo soy!—interrumpió valientemente la guipuzcoana.
—No lo es usted...; cosa que la honra mucho, puesto que su magnánimo
esposo se arruinó defendiendo la más noble causa... ¡Yo, señora, soy
también algo carlista!
—¡Aunque fuera usted el mismísimo don Carlos! ¡Hábleme de otro
asunto, o demos por terminada esta conversación! ¡Pues no faltaba
más, sino que yo aceptara el dinero ajeno para cumplir con mis deberes
de cristiana!
—Pero, señora, usted no es médico, ni boticario, ni...
—¡Mi bolsillo es todo eso para su primo de usted! Las muchas veces que
mi esposo cayó herido defendiendo a don Carlos (menos la última, que,
indudablemente en castigo de estar ya de acuerdo con el traidor Maroto,
no halló quien le auxiliara, y murió desangrado en medio de un bosque),
fue socorrido por campesinos de Navarra y Aragón, que no aceptaron
reintegro ni regalo alguno... ¡Lo mismo haré yo con don Jorge de
Córdoba, y quiera o no quiera su millonaria familia!
—Sin embargo, Condesa, yo no puedo aceptar...—observó el Marqués,
entre complacido y enojado.
—¡Lo que no podrá usted nunca es privarme de la alta honra que el cielo
me deparó ayer! Contábame mi difunto esposo que, cuando un buque
mercante o de guerra descubre en la soledad del mar y salva de la muerte
a algún náufrago, se recibe a este a bordo con honores reales, aunque
sea el más humilde marinero. La tripulación sube a las vergas; tiéndese
rica alfombra en la escala de estribor, y la música y los tambores baten
la Marcha Real de España... ¿Sabe usted por qué? ¡Porque en aquel
náufrago ve la tripulación a un enviado de la Providencia! ¡Pues lo
mismo haré yo con su primo de usted! ¡Yo pondré a sus plantas toda mi
pobreza por vía de alfombra, como pondría miles de millones si los
tuviese!
—¡Y permite, querida mamá, que yo te abrace llena de orgullo!—añadió
Angustias, que había oído toda la conversación desde la puerta de la
sala.
Doña Teresa se echó también a llorar, al verse tan aplaudida y
celebrada. Y como la gallega, reparando en que otros gemían, no
desperdiciara tampoco la ocasión de sollozar (sin saber por qué), armose
allí tal confusión de pucheros, suspiros y bendiciones, que más vale
volver la hoja, no sea que los lectores salgan también llorando a
moco tendido, y yo me quede sin público a quien seguir contando mi pobre
historia...
VII
LOS PRETENDIENTES DE ANGUSTIAS
¡Jorge!—dijo el Marqués al Capitán Veneno, penetrando en la alcoba
con aire de despedida.—¡Ahí te dejo! La señora Generala no ha
consentido en que corran a nuestro cargo ni tan siquiera el médico
y la botica; de modo que vas a estar aquí como en casa de tu propia
madre, si viviese. Nada te digo de la obligación en que te hallas de
tratar a estas señoras con afabilidad y buenos modos, al tenor de tus
buenos sentimientos, de que no dudo, y de los ejemplos de urbanidad y
cortesía que te tengo dados; pues es lo menos que puedes y debes hacer
en obsequio de personas tan principales y caritativas. A la tarde
volveré yo por aquí, si mi señora la Condesa me da permiso para ello, y
haré que te traigan ropa blanca, las cosas más urgentes que tengas que firmar, y cigarillos de papel. Dime si quieres algo más de tu casa o
de la mía.
—¡Hombre!—respondió el Capitán.—Ya que eres tan bueno, tráeme un poco
de algodón en rama y unos anteojos ahumados.
—¿Para qué?
—El algodón, para taparme las orejas y no oír palabras ociosas, y las
gafas ahumadas, para que nadie lea en mis ojos las atrocidades que
pienso.
—¡Vete al diantre!—respondió el Marqués, sin poder conservar su
gravedad, como tampoco pudieron refrenar la risa Dª. Teresa ni
Angustias.
Y, con esto, se despidió de ellas el potentado, dirigiéndoles las frases
más cariñosas y expresivas, cual si llevara ya mucho tiempo de
conocerlas y tratarlas.
—¡Excelente persona!—exclamó la viuda, mirando de reojo al Capitán.
—¡Muy buen señor!—dijo la gallega, guardándose una moneda de oro que
el Marqués le había regalado.
—¡Un zascandil!—gruñó el herido, encarándose con la silenciosa
Angustias.—¡Así es como las señoras mujeres quisieran que fuesen todos
los hombres! ¡Ah, traidor! ¡Seráfico! ¡Cumplimentero! ¡Marica!
¡Tertuliano de monjas! ¡No me moriré yo sin que me pague esta mala
partida que me ha jugado hoy, al dejarme en poder de mis enemigos! ¡En
cuanto me ponga bueno, me despediré de él y de su oficina, y pretenderé
una plaza de comandante de presidios, para vivir entre gentes que no me
irriten con alardes de honradez y sensibilidad! Oiga usted, señorita
Angustias: ¿quiere usted decirme por qué se está riendo de mí? ¿Tengo yo
alguna danza de monos en la cara?
—¡Hombre! Me río pensando en lo muy feo que va usted a estar con los
anteojos ahumados.
—¡Mejor que mejor! Así se librará V. del peligro de enamorarse de
mí!—respondió furiosamente el Capitán.
Angustias soltó la carcajada; doña Teresa se puso verde, y la gallega
rompió a decir, con la velocidad de diez palabras por segundo:
—¡Mi señorita no acostumbra a enamorarse de nadie! Desde que estoy acá
ha dado calabazas a un boticario de la calle Mayor, que tiene coche; al
abogado del pleito de la señora, que es millonario, aunque algo más
viejo que usted, y a tres o cuatro paseantes del Buen Retiro...
—¡Cállate, Rosa!—dijo melancólicamente la madre.—¿No conoces que esas
son... flores que nos echa el caballero Capitán? Por fortuna ya me ha
explicado su señor primo todo lo que me importaba saber respecto del
carácter de nuestro amabilísimo huésped! Me alegro, pues, de verle de
tan buen humor; y ¡así esta pícara fatiga me permitiese a mi
bromear también!
El Capitán se había quedado bastante mohino, y como excogitando alguna
disculpa o satisfacción que dar a madre e hija. Pero sólo le ocurrió
decir, con voz y cara de niño enfurruñado que se viene a razones:
—Angustias, cuando me duela menos esta condenada pierna, jugaremos
al tute arrastrado... ¿Le parece a usted bien?
—Será para mí un señalado honor...—contestó la joven, dándole la
medicina que le tocaba en aquel instante.
—¡Pero cuente usted ahora, señor Capitán Veneno, con que le acusaré a usted las cuarenta!
—¡Pero cuente usted ahora, señor Capitán Veneno, con que le acusaré a usted las cuarenta!
PARTE TERCERA
HERIDAS EN EL ALMA
I
ESCARAMUZAS
Entre conversaciones y pendencias por este orden, pasaron quince o
veinte días, y adelantó mucho la curación del Capitán. En la frente sólo
le quedaba ya una breve cicatriz, y el hueso de la pierna se iba
consolidando.
—¡Gracias por el favor, matasanos de Lucifer!—respondía el
Capitán en son de afectuosa franqueza.
—¡Cuando salga a la calle, he de llevarlo a usted a los toros y a las riñas de gallos; pues es usted todo un hombre!... ¡Cuidado si tiene hígados para remendar cuerpos rotos!
—¡Cuando salga a la calle, he de llevarlo a usted a los toros y a las riñas de gallos; pues es usted todo un hombre!... ¡Cuidado si tiene hígados para remendar cuerpos rotos!
Doña Teresa y su huésped habían acabado por tomarse mucho cariño, aunque
siempre estaban peleándose. Negábale todos los días D. Jorge que tuviese
hechura la concesión de la viudedad, lo cual sacaba de sus casillas a la
guipuzcoana; pero a renglón seguido le invitaba a sentarse en la alcoba,
y le decía que, ya que no con los títulos de General ni de Conde,
había oído citar varias veces en la guerra civil al cabecilla
Barbastro como a uno de los jefes carlistas más valientes y
distinguidos y de sentimientos más humanos y caballerosos... Pero,
cuando la veía triste y taciturna, por consecuencia de sus cuidados y
achaques, se guardaba de darle bromas sobre el expediente, y la llamaba
con toda naturalidad Generala y Condesa; cosa que la restablecía y
alegraba en el acto; si ya no era que, como nacido en Aragón, y para
recordar a la pobre viuda sus amores con el difunto carlista, le
tarareaba jotas de aquella tierra, que acababan por entusiasmarla y por
hacerla llorar y reír juntamente.
Estas amabilidades del Capitán Veneno, y sobre todo, el canto de la
jota aragonesa, eran privilegio exclusivo en favor de la madre; pues tan
luego que Angustias se acercaba a la alcoba, cesaban completamente, y el
enfermo ponía cara de turco. Dijérase que odiaba de muerte a la hermosa
joven, tal vez por lo mismo que nunca lograba disputar con ella, ni
verla incomodada, ni que tomase por lo serio las atrocidades que él le
decía, ni sacarla de aquella seriedad un poco burlona que el cuitado
calificaba de constante insulto.
Era de notar, sin embargo, que cuando alguna mañana tardaba
Angustias en entrar a darle los buenos días, el pícaro de D. Jorge
preguntaba cien veces en su estilo de hombre tremendo:
—¿Y ésa? ¿Y doña Náuseas? ¿Y esa remolona? ¿No ha despertado aún su
señoría? ¿Por qué ha permitido que se levante usted tan temprano, y no
ha venido ella a traerme el chocolate? Dígame usted, señora doña Teresa:
¿está mala acaso la joven princesa de Santurce?
Todo esto, si se dirigía a la madre; y, si era a la gallega, decíale con
mayor furia:
—¡Oye y entiende, monstruo de Mondoñedo! Dile a tu insoportable
señorita que son las ocho y tengo hambre. ¡Que no es menester que venga
tan peinada y reluciente como de costumbre! ¡Que de todos modos la
detestaré con mis cinco sentidos! ¡Y, en fin, que, si no viene pronto,
hoy no habrá tute!
El tute era una comedia, y hasta un drama diario. El Capitán lo jugaba
mejor que Angustias; pero Angustias tenía más suerte, y los naipes
acababan por salir volando hacia el techo o hacia la sala, desde las
manos de aquel niño cuarentón, que no podía aguantar la graciosísima
calma con que le decía la joven:
—¿Ve usted, señor Capitán Veneno, cómo soy yo la única persona que
ha nacido en el mundo para acusarle a usted las cuarenta?
II
SE PLANTEA LA CUESTIÓN
Así las cosas, una mañana, sobre si debían abrirse o no los cristales de
la reja de la alcoba, por hacer un magnífico día de primavera,
mediaron entre D. Jorge y su hermosa enemiga palabras tan graves como
las siguientes:
El Capitán.—¡Me vuelve loco el que no me lleve usted nunca la
contraria, ni se incomode al oírme decir disparates! ¡Usted me
desprecia! ¡Si fuera usted hombre, juro que habíamos de andar a
cuchilladas!
Angustias.—Pues si yo fuese hombre, me reiría de todo ese geniazo, lo
mismo que me río siendo mujer. Y, sin embargo, seríamos buenos amigos.
El Capitán.—¡Amigos usted y yo! ¡Imposible! Usted tiene el don infernal
de dominarme y exasperarme con su prudencia; yo no llegaría a ser nunca
amigo de usted, sino su esclavo; y, por no serlo, le propondría a
usted que nos batiéramos a muerte. Todo esto... siendo usted hombre.
Siendo mujer como lo es...
Angustias.—¡Continúe! ¡No me escatime galanterías!
El Capitán.—¡Sí, señora! ¡Voy a hablarle con toda franqueza! Yo he
tenido siempre aversión instintiva a las mujeres, enemigas naturales de
la fuerza y de la dignidad del hombre, como lo acreditan Eva, Armida,
aquella otra bribona que peló a Sansón, y muchas otras que cita mi
primo. Pero, si hay algo que me asuste más que una mujer, es una señora,
y, sobre todo, una señorita inocente y sensible, con ojos de paloma y
labios de rosicler, con talle de serpiente del Paraíso y voz de sirena
engañadora, con manecitas blancas como azucenas que oculten garras de
tigre, y lágrimas de cocodrilo, capaces de engañar y perder a todos los
santos de la corte celestial... Así es que mi sistema constante se ha
reducido a huir de ustedes... Porque, dígame qué armas tiene un hombre
de mi hechura para tratar con una tirana de veinte abriles, cuya fuerza
consiste en su propia debilidad. ¿Es decorosamente posible pegarle a una
mujer? ¡De ningún modo! Pues, entonces, ¿qué camino le queda a uno,
cuando conozca que tal o cual mocosilla, muy guapa y puesta en sus
puntos, lo domina y gobierna, y lo lleva y lo trae como a un
zarandillo?
Angustias.—¡Lo que yo hago cuando usted me dice estas atrocidades
tan graciosas! ¡Agradecerlas... y sonreír! Porque ya habrá usted
observado que yo no soy llorona...; razón por la cual, en su retrato de
las Angustias sobra aquello de las lágrimas de cocodrilo...
El Capitán.—¿Está usted viendo? ¡Esa respuesta no la daría
Lucifer! ¡Sonreír! ¡Reírse de mí, es lo que hace usted continuamente!
¡Pues bien! Decía, cuando usted me ha clavado ese nuevo puñal, que de
todas las damiselas que había temido encontrar en el mundo, la más
terrible, la más odiosa para un hombre de mi temple...—perdóneme la
franqueza—¡es usted! ¡Yo no recuerdo haber experimentado nunca la ira
que siento cuando usted se sonríe al verme furioso! ¡Paréceme como que
duda usted de mi valor, de la sinceridad de mis arrebatos, de la energía
de mi carácter!
Angustias.—Pues óigame usted a mí, ahora, y crea que le hablo con
entera verdad. Muchos hombres he conocido ya en el mundo; alguno que
otro me ha solicitado; de ninguno me he prendado todavía... Pero si yo
hubiera de enamorarme con el tiempo, sería de algún indio bravo por el
estilo de usted. ¡Tiene usted un genio hecho de molde para el mío!
El Capitán.—¡Vaya usted a los mismísimos diablos! ¡Generala!
¡Condesa! ¡Llame usted a su hija, y dígale que no me queme la sangre! En
fin; ¡mejor es que no juguemos al tute! Conozco que no puedo con
usted... Llevo algunas noches de no dormir, pensando en nuestros
altercados, en las cosas duras que me obliga usted a decirle, en las
irritantes bromas que me contesta, y en lo imposible que es el que usted
y yo vivamos en paz, a pesar de lo muy agradecido que estoy a... la
casa. ¡Ah! ¡Más me hubiera valido que me dejase usted morir en
mitad de la calle!... ¡Es muy triste aborrecer, o no poder tratar
como Dios manda a la persona que nos ha salvado la vida exponiendo la
suya! ¡Afortunadamente, pronto podré mover esta pícara pierna; me iré a
mi cuartito de la calle de Tudescos, a la oficina de mi seráfico
pariente y a mi Casino de mi alma, y cesará este martirio a que me
ha condenado usted con su cara, su cuerpo y sus acciones de serafín, y
con su frialdad, sus bromas y su sonrisa de demonio! ¡Pocos días nos
quedan de vernos!... Ya discurriré yo alguna manera de seguir
tratando a solas a su mamá de usted, ora sea en casa de mi primo, ora
por cartas, ora citándonos para tal o cual iglesia... Pero lo que es a
usted, gloria mía, ¡no volveré a acercarme hasta que sepa que se ha
casado!... ¿Qué digo? Entonces menos que nunca! En resumen... ¡déjeme
usted en paz, o écheme mañana solimán en el chocolate!
El día que D. Jorge de Córdoba pronunció estas palabras, Angustias no se
sonrió, sino que se puso grave y triste...
Reparó en ello el Capitán, y diose prisa a taparse el rostro con el
embozo de la cama, murmurando para sí mismo:
—¡Me he fastidiado con decir que no quiero jugar al tute! Pero, ¿cómo
volverme atrás? ¡Sería deshonrarme! ¡Nada! ¡Trague usted quina, señor
Capitán Veneno! ¡Los hombres deben ser hombres!
Angustias, que había salido ya de la alcoba, no se enteró del
arrepentimiento y tristeza que se revolcaban bajo las ropas de aquel
lecho.
III
LA CONVALECENCIA
Sin novedad alguna que de notar sea, transcurrieron otros quince días, y
llegó aquel en que nuestro héroe debía de abandonar el lecho, bien que
con orden terminante de no moverse de una silla y de tener extendida
sobre otra la pierna mala.
Sabedor de ello el Marqués de los Tomillares, cuya visita no había
faltado ninguna mañana a D. Jorge, o, más bien dicho, a sus adorables
enfermeras, con quienes se entendía mejor que con su áspero y rabioso
primo, le envió a éste, al amanecer, un magnífico sillón-cama, de
roble, acero y damasco, que había hecho construir con la anticipación
debida.
Aquel lujoso mueble era toda una obra maestra, excogitada y dirigida por
el minucioso aristócrata: estaba provisto de grandes ruedas que
facilitarían la conducción del enfermo de una parte a otra, y
articulado por medio de muchos resortes, que permitían darle forma, ora
de lecho militar, ora de butaca más o menos trepada, con apoyo, en este
último caso, para extender la pierna derecha, y con su mesilla, su
atril, su pupitre, su espejo y otros adminículos de quita y pon,
admirablemente acondicionados.
A las señoras les mandó, como todos los días, delicadísimos ramos de
flores, y además, por extraordinario, un gran ramillete de dulces y doce
botellas de Champagne, para que celebrasen la mejoría de su huésped.
Regaló un hermoso reloj al médico y veinticinco duros a la criada, y con
todo ello se pasó en aquella casa un verdadero día de fiesta, a pesar de
que la respetable guipuzcoana estaba cada vez peor de salud.
Las tres mujeres se disputaron la dicha de pasear al Capitán Veneno en
el sillón-cama: bebieron Champagne y comieron dulces, así los enfermos
como los sanos, y aun el representante de la Medicina. El Marqués
pronunció un largo discurso en favor de la institución del matrimonio, y
el mismo D. Jorge se dignó reír dos o tres veces, haciendo burla de su
pacientísimo primo, y cantar en público (o sea delante de Angustias)
algunas coplas de jota aragonesa.
IV
MIRADA RETROSPECTIVA
Verdad es que desde la célebre discusión sobre el bello sexo, el Capitán
había cambiado algo, ya que no de estilo ni de modales, a lo menos de
humor... ¡Y quién sabe si de ideas y sentimientos! Conocíase que las
faldas le causaban menos horror que al principio, y todos habían
observado que aquella confianza y benevolencia que ya le merecía la
señora de Barbastro iban trascendiendo a sus relaciones con Angustias.
Continuaba, eso sí, por terquedad aragonesa, más que por otra cosa,
diciéndose su mortal enemigo, y hablándole con aparente acritud y a
voces, como si estuviera mandando soldados; pero sus ojos la seguían y
se posaban en ella con respeto, y, si por acaso se encontraba con la
mirada (cada vez más grave y triste desde aquel día) de la impávida y
misteriosa joven, parecían inquirir afanosamente qué gravedad y tristura
eran aquéllas.
Angustias había dejado por su parte de provocar al Capitán y de
sonreírse cuando le veía montar en cólera. Servíalo en silencio, y en
silencio soportaba sus desvíos más o menos amargos y sinceros, hasta que
él se ponía también grave y triste, y le preguntaba con cierta llaneza
de niño bueno:
—¿Qué tiene usted? ¿Se ha incomodado conmigo? ¿Principia ya a pagarme
el aborrecimiento de que tanto le he hablado?
—¡Dejémonos de tonterías, Capitán!—contestaba ella.—¡Demasiado hemos
disparatado ya los dos..., hablando de cosas muy formales!
—¿Se declara usted, pues, en retirada?
—En retirada... ¿de qué?
—¡Toma! ¡Usted lo sabrá! ¿No me la echó de tan valiente y
batalladora el día que me llamó indio bravo?
—Pues no me arrepiento de ello, amigo mío... Pero basta de
despropósitos, y hasta mañana.
—¿Se va usted? ¡Eso no vale! ¡Eso es huir!—solía decirle entonces el
muy taimado.
—¡Como usted quiera!...—respondía Angustias encogiéndose de
hombros.—El caso es que me retiro...
—Ésa no es cuenta mía. Puede usted rezar, o dormirse, o hablar con
mamá... Yo tengo que seguir arreglando el baúl de papeles de mi difunto
padre... ¿Por qué no pide usted una baraja a Rosa, y hace solitarios?
—¡Sea usted franca!—exclamó un día el impenitente solterón,
devorando con los ojos las blanquísimas y hoyosas manos de su
enemiga.—¿Me guarda usted rencor porque, desde aquella mañana, no
hemos vuelto a jugar al tute?
—¡Muy al contrario! ¡Alégrome de que hayamos dejado también esa
broma!—respondió Angustias, escondiendo las manos en los bolsillos de
la bata.
—Pues entonces, alma de Dios, ¿que quiere usted?
—Yo, señor don Jorge, no quiero nada.
—Porque he conocido que no merece usted ese nombre.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Volvemos a las suavidades y a los elogios?—¿Qué sabe
usted cómo soy yo por dentro?
—Lo que sé es que no llegará usted nunca a envenenar a nadie...
—¿Por qué? ¿Por cobardía?
—No, señor; sino porque es usted un pobre hombre, con muy buen corazón,
al cual le ha puesto cadenas y mordaza, no sé si por orgullo o por miedo
a su propia sensibilidad... Y, si no, que se lo pregunten a mi madre...
—¡Vaya! ¡vaya! ¡doblemos esa hoja! ¡Guárdese usted sus
celebraciones como se guarda sus manecitas de marfil! ¡Esta chiquilla se
ha propuesto volverme del revés!
—¡Mucho ganaría usted en que me lo propusiera y lo lograra, pues el
revés de usted es el derecho! Pero no estamos en ese caso... ¿Qué
tengo yo que ver en sus negocios?
—¡Trueno de Dios! ¡Pudo usted hacerse esa pregunta la tarde que se dejó
fusilar por salvarme la vida!—exclamó D. Jorge con tanto ímpetu como
si, en vez del agradecimiento, hubiese estallado en su corazón una
bomba.
Angustias le miró muy contenta, y dijo con noble fogosidad:
—No estoy arrepentida de aquella acción: pues si mucho le admiré a
usted al verlo batirse la tarde del 26 de Marzo, más le he admirado al
oírlo cantar, en medio de sus dolores, la jota aragonesa, para distraer
y alegrar a mi pobre madre.
—¡Eso es! Búrlese usted ahora de mi mala voz!
—¡Jesús, qué diantre de hombre!—¡Yo no me burlo de usted, ni el caso
lo merece! ¡Yo he estado a punto de llorar, y he bendecido a usted desde
lejos, cada vez que le he oído cantar aquellas coplas!...
—¡Lagrimitas!—¡Peor que peor!—¡Ah, señora doña Angustias! ¡Con usted
hay que tener mucho cuidado!
—¡Usted se ha propuesto hacerme decir ridiculeces y majaderías impropias de un hombre de carácter, para reírse luego de mí, y declararse vencedora!—Afortunadamente, estoy sobre aviso, y tan luego como me vea próximo a caer en sus redes, echaré a correr con la pierna rota y todo, y no pararé hasta Pekín!—¡Usted debe ser lo que llaman una coqueta!
—¡Usted se ha propuesto hacerme decir ridiculeces y majaderías impropias de un hombre de carácter, para reírse luego de mí, y declararse vencedora!—Afortunadamente, estoy sobre aviso, y tan luego como me vea próximo a caer en sus redes, echaré a correr con la pierna rota y todo, y no pararé hasta Pekín!—¡Usted debe ser lo que llaman una coqueta!
—¡Y usted es un desventurado!
—¡Mejor para mí!
—¡Un hombre injusto, un salvaje, un necio...!
—¡Apriete usted! ¡Apriete usted!—¡Así me gusta!—¡Al fin vamos a
pelearnos una vez!
—¡Un desagradecido!
—Pues bien: ¡guárdese usted su agradecimiento, que yo, gracias a Dios,
para nada lo necesito! Y, sobre todo, hágame el obsequio de no volver a
sacarme estas conversaciones...
Tal dijo Angustias, volviéndole la espalda con verdadero enojo.
Y así quedaba siempre, de obscuro y embrollado, el importantísimo punto
que, sin saberlo, discutían aquellos dos seres desde que se vieron por
primera vez..., y que muy pronto iba a ponerse más claro que el agua.
V
El tan celebrado y jubiloso día en que se levantó el Capitán Veneno
había de tener un fin asaz lúgubre y lamentable, cosa muy frecuente en
la humana vida, según que más atrás, y por razones inversas a las de
ahora, dijimos filosóficamente.
Estaba anocheciendo: el médico y el Marqués acababan de retirarse, y
Angustias y Rosa habían salido también, por consejo de la muy complacida
guipuzcoana, a rezar una Salve a la Virgen del Buen Suceso, que aún
tenía entonces su iglesia en la Puerta del Sol, cuando el Capitán, a
quien ya habían acostado de nuevo, oyó sonar la campanilla de la calle;
y que Dª. Teresa abría el ventanillo y preguntaba: "¿Quién es?" y
que luego decía, abriendo la puerta: "¿Cómo había yo de figurarme
que viniese usted a estas horas? ¡Pase usted por aquí!"; y que una
voz de hombre exclamaba, alejándose hacia las habitaciones interiores:
"Siento mucho, señora..."
El resto de la frase se perdió en la distancia, y así quedó todo por
algunos minutos, hasta que sonaron otra vez pasos, y oyóse al mismo
hombre que decía, como despidiéndose: "Celebraré que usted se mejore y
tranquilice...," y a doña Teresa que contestaba: "Pierda usted
cuidado..."; después de lo cual volvió a sentirse abrir y cerrar
la puerta, y reinó en la casa profundo silencio.
Conoció el Capitán que algún desagrado había ocurrido a la viuda, y
hasta esperó que entrase a contárselo; pero al ver que no acontecía así,
dedujo que el negocio sería del orden de los secretos domésticos, y
abstúvose de interpelarla a voces, aunque le pareció oírla suspirar en
el inmediato pasillo...
Volvieron a llamar en esto a la puerta de la calle, e instantáneamente
la abrió doña Teresa, lo cual demostraba que no había dado un paso desde
que se marchó la visita; y entonces se oyeron estas exclamaciones de
Angustias:
—¿Por qué nos aguardabas con el picaporte en la mano?—¡Mamá!—¿Qué
tienes? ¿Por qué lloras? ¿Por qué no me respondes?—¡Estás
mala!—¡Jesús, Dios mío! ¡Rosa! ¡Ve corriendo y llama al doctor Sánchez!
¡Mi mamá se muere!—¡Ven! ¡Espera! Ayúdame a llevarla al sofá de la
sala...—¿No ves que se está cayendo?—¡Pobre Madre mía! ¡Madre de mi
alma! ¿Qué tienes, que no puedes andar?
Efectivamente: D. Jorge, desde la alcoba, vio entrar en la sala a doña
Teresa casi arrastrando, colgada del cuello de su hija y de la
criada, y con la cabeza caída sobre el pecho.
Acordose entonces Angustias de que el Capitán estaba en el mundo, y dio
un grito furioso, encarose con él, y le dijo:
—¿Qué le ha hecho usted a mi madre?
—¡No! ¡No!... ¡Pobrecito! ¡Él no sabe nada!...—se apresuró a decir la
enferma con amoroso acento.—Me he puesto mala yo sola... Ya se me
va pasando...
El Capitán estaba rojo de indignación y de vergüenza.
—¡Ya lo está usted oyendo, señorita Angustias!—exclamó al fin en son
muy amargo y triste.—¡Me ha calumniado usted inhumanamente! Pero, ¡ah!
no... ¡Yo soy quien me he calumniado a mí mismo desde que estoy acá!
¡Merecida tengo esa injusticia de usted! ¡Doña Teresa!... ¡No haga usted
caso de esa ingrata, y dígame que ya está buena del todo, o reviento
aquí, donde me veo atado por el dolor y crucificado por mi enemiga!
A todo esto, la viuda, había sido colocada en el sofá, y Rosa atravesaba
la calle en busca del doctor.
—Perdóneme usted, Capitán—dijo Angustias.—Considere que es mi madre,
y que me la he encontrado muriéndose lejos de usted, a cuyo lado la dejé
hace quince minutos... ¿Es que ha venido alguien durante mi ausencia?
El Capitán iba a responder que sí, cuando Dª. Teresa había ya
contestado apresuradamente:
—¡No! ¡Nadie!... ¿No es verdad que nadie, señor don Jorge? Estas son
cosas de nervios..., vapores..., ¡vejeces, y nada más que vejeces! Ya
estoy bien, hija mía.
Llegado que hubo el médico, y tan pronto como pulsó a la viuda (a
quien media hora antes dejó tan contenta y en casi regular estado), dijo
que había que acostarla inmediatamente, y que tendría que guardar cama
algún tiempo, hasta que cesase la gran conmoción nerviosa que acababa de
experimentar... En seguida manifestó en secreto a Angustias y a D. Jorge
que el mal de doña Teresa radicaba en el corazón, de lo cual tenía
completa evidencia desde que la pulsó por primera vez la tarde del 26 de
Marzo, y que semejantes afecciones, aunque no eran fáciles de curar
enteramente, podían conllevarse largo tiempo a fuerza de reposo,
bienestar, alegría moderada, buen trato y no sé cuántos otros
prodigios..., cuya base principal era el dinero.
—¡El 26 de Marzo!—murmuró el Capitán.—¡Es decir, que yo tengo la
culpa de todo lo que ocurre!
—¡La tengo yo!—dijo Angustias, como hablando consigo misma.
—¡No busquen ustedes la causa de las causas!—expuso melancólicamente
el doctor Sánchez.—Para que haya culpa, tiene que preceder intención, y
ustedes son incapaces de haber querido perjudicar a doña Teresa.
Los dos amnistiados se miraron con angelical asombro, al ver que la
ciencia se devanaba los sesos para sacar deducciones tan obvias o tan
impías; y, fijando luego su consideración en lo que verdaderamente les
importaba entonces, dijéronse a un mismo tiempo:
—¡Hay que salvarla!
Aquello era principiar a entenderse.
VI
Catástrofe
Así que se marchó el médico, y después de largo debate, se tomó el
acuerdo de poner la cama de la viuda en el gabinete, que, como ya
hemos dicho, estaba situado en un extremo de la sala, frente por frente
de la alcoba ocupada por D. Jorge.
—De esta manera—dijo la prudentísima Angustias—podréis veros y
charlar los dos enfermicos, y nos será fácil a Rosa y a mí atender a
ambos desde la sala, la noche que a cada una nos toque velaros.
Aquella noche se quedó Angustias, y nada ocurrió de particular. Doña
Teresa se sosegó mucho a la madrugada, y dormitó cosa de una hora. El
médico la encontró muy aliviada a la mañana siguiente; y, como pasó
también el día cada vez más tranquila, la segunda noche se retiró
Angustias a su cuarto después de las dos, cediendo a las tiernas
súplicas de su madre y a las imperiosas órdenes del Capitán, y Rosa se
quedó de enfermera... en la misma butaca, en la misma postura y con los
mismos ronquidos que veló a D. Jorge la noche que lo hirieron.
Serían las tres y media de la mañana cuando nuestro caviloso héroe, que
no dormía, oyó que D. Teresa respiraba muy trabajosamente y lo nombraba
con voz entrecortada y sorda.
—Vecina, ¿me llama usted?—preguntó D. Jorge, disimulando su inquietud.
—Sí..., Capitán...—respondió la enferma.—Despierte usted con cuidado
a Rosa, de modo que no lo oiga mi hija. Yo no puedo alzar más la voz...
—Pero ¿qué es eso? ¿Se siente usted mal?
—¡Muy mal! Y quiero hablar con usted a solas antes de morirme... Haga
usted que Rosa lo coloque en el sillón de ruedas, y lo traiga aquí...
Pero procure que no despierte mi pobre Angustias...
El Capitán ejecutó punto por punto lo que le decía Dª. Teresa, y al cabo
de pocos instantes se hallaba a su lado.
La pobre viuda tenía una fiebre muy alta, y se ahogaba de fatiga. En su
lívido rostro se veía ya impresa la indeleble marca de la muerte.
El Capitán estaba aterrado por la primera vez de su vida.
—Déjanos, Rosa...; pero no despiertes a la señorita Angustias!... ¡Dios
querrá dejarme vivir hasta que amanezca, y entonces la llamaré para
que nos despidamos!... Oiga usted, Capitán... ¡Me muero!
—¡Qué se ha de morir usted, señora!—respondió D. Jorge, estrechando la
ardiente mano de la enferma.—Ésta es una congoja como la de ayer
tarde... ¡Y, además, yo no quiero que se muera usted!
—Me muero, Capitán... Lo conozco... Inútil fuera llamar al médico...
Llamaremos al confesor..., ¡eso sí!..., aunque se asuste mi pobre
hija... Pero será cuando usted y yo acabemos de hablar... ¡Porque lo
urgente ahora es que hablemos nosotros dos sin testigos!...
—¡Pues ya estamos hablando!—respondió el Capitán, atusándose los
bigotes en señal de miedo.—¡Pídame usted la poca y mala sangre con que
entré en esta casa y la mucha y muy rica que he criado en ella, y toda
la derramaré con gusto!...
—Ya lo sé... Ya lo sé, amigo mío... usted es muy honrado, y nos
quiere... Pues bien, mi querido Capitán; sépalo usted todo...
—Ayer tarde vino mi procurador, y me dijo que el Gobierno había
decretado en contra el expediente de mi viudedad.
—¡Demonio! ¿Y por esa friolera se apura usted?—¡Me ha denegado a mí el
Gobierno tantas instancias!
—Ya no soy ni Condesa ni Generala...—continuó la viuda.—¡Tenía usted
mucha razón cuando me escatimaba esos títulos!
—¡Mejor que mejor! ¡Yo no soy tampoco General ni Marqués, y mi abuelo
era lo uno y lo otro! Estamos iguales.
—Bien; pero es el caso que yo... yo... ¡estoy completamente arruinada!
Mi padre y mi marido gastaron, defendiendo a D. Carlos, todo lo que
tenían... Hasta hoy he vivido con el producto de mis alhajas, y hace
ocho días vendí la última...: una gargantilla de perlas muy hermosa...
¡Rubor me causa hablar a usted de estas miserias!...
—¡Hable usted, señora! ¡Hable usted! ¡Todos hemos pasado apuros!—¡Si
supiera usted los atranques en que a mí me ha metido el pícaro tute!
—¡Pero es que mi atranque no tiene remedio! Todos mis recursos y todo
el porvenir de mi hija estaban cifrados en esa viudedad, que con el
tiempo hubiera sido la orfandad de Angustias... Y hoy... la desgraciada
no tiene porvenir, ni presente, ni dinero para enterrarme... Porque ha
de saber usted que el abogado que me asesoraba, herido en su orgullo, de
resultas de haberlo desdeñado la chica, o deseoso de aumentar
nuestra desgracia, a fin de rendir la voluntad de Angustias y obligarla
a casarse con él..., me envió anteanoche la cuenta de sus honorarios, al
mismo tiempo que la fatal noticia... El procurador traía también la
relación de los suyos, y me habló un lenguaje tan cruel, de parte del
abogado, mezclando las palabras "desconfianza"..., "insolvencia"...,
"ejecución", y yo no sé qué otras, que cegué y no vi, tiré de la
gaveta, y le entregué todo lo que me pedía; es decir, todo lo que me
quedaba, lo que me habían dado por la gargantilla de perlas, mi último
dinero, mi último pedazo de pan... por consiguiente, desde anteanoche es
Angustias tan pobre como las infelices que piden de puerta en puerta...
¡Y ella lo ignora! ¡Ella duerme tranquila en este instante! ¿Cómo,
pues, no he de estar muriéndome?... ¡Lo raro es que no me muriera
anteanoche!
—¡Pues no se muera por tan poca cosa!—repuso el Capitán con sudores de
muerte, pero con la más noble efusión.—Ha hecho usted muy bien en
hablarme... ¡Yo me sacrificaré viviendo entre faldas como un despensero
de monjas!—¡Estaría escrito!—Cuando me ponga bueno, en lugar de
irme a mi casa, traeré aquí mi ropa, mis armas y mis perros, y viviremos
todos juntos hasta la consumación de los siglos...
—¡Juntos!—respondió lúgubremente la guipuzcoana.—¿Pues no oye usted
que me estoy muriendo? ¿No lo ve usted? ¿Cree usted que yo le hubiera
hablado de mis apuros pecuniarios, a no estar segura de que dentro de
pocas horas me habré muerto?
—Entonces, señora... ¿qué es lo que quiere usted de mí?—preguntó
horrorizado D. Jorge de Córdoba.
—Porque dicho se está que para dispensarme el honor y el gusto de pedirme, o de encargarme que le pida a mi primo ese pobre barro que se llama dinero, no estaría usted pasando tanta fatiga, sabiendo lo mucho que estimamos a Vds., y conociéndonos, como creo que nos conoce...—¡Dinero no ha de faltarles a Vds. nunca, mientras yo viva! Por tanto, otra cosa es lo que usted quiere de mí, y le suplico que, antes de decir una palabra más, piense en la solemnidad de las circunstancias y en otras consideraciones muy atendibles.
—Porque dicho se está que para dispensarme el honor y el gusto de pedirme, o de encargarme que le pida a mi primo ese pobre barro que se llama dinero, no estaría usted pasando tanta fatiga, sabiendo lo mucho que estimamos a Vds., y conociéndonos, como creo que nos conoce...—¡Dinero no ha de faltarles a Vds. nunca, mientras yo viva! Por tanto, otra cosa es lo que usted quiere de mí, y le suplico que, antes de decir una palabra más, piense en la solemnidad de las circunstancias y en otras consideraciones muy atendibles.
—No le comprendo a usted, ni yo misma sé lo que quiero...—respondió
Dª. Teresa con la sinceridad de una santa.—Pero póngase usted en mi
lugar. Soy madre...; adoro a mi hija; voy a dejarla sola en el mundo...;
no veo a mi lado en la hora de la muerte, ni tengo sobre el haz de la
tierra persona alguna a quien encomendársela, como no sea a
usted, que, en medio de todo, le demuestra cariño... En verdad, yo no sé
de qué modo podrá usted favorecerla... ¡El dinero solo es muy frío, muy
repugnante, muy horrible!... ¡Pero más horrible es todavía que mi pobre
Angustias se vea obligada a ganarse con sus manos el sustento, a ponerse
a servir, a pedir limosna!...—Justifícase, por consiguiente, que, al
sentir que me muero, le haya llamado a usted para despedirme, y
que, con las manos cruzadas y llorando por la última vez en mi vida, le
diga a usted, desde el borde del sepulcro: "¡Capitán: sea usted el
tutor, sea usted el padre, sea usted un hermano de mi pobre huérfana!...
¡Ampárela! ¡Ayúdela! ¡Defienda su vida y su honra! ¡Qué no se muera
de hambre ni de tristeza! ¡Qué no esté sola en el mundo!... ¡Figúrese
usted que hoy le nace una hija!"
—¡Gracias a Dios!—exclamó D. Jorge, dando palmotadas en los brazos del
sillón de ruedas.—¡Haré por Angustias todo eso y mucho más! ¡Pero he
pasado un rato cruel, creyendo iba usted a pedirme que me casara con la
muchacha!
—¡Señor don Jorge de Córdoba! ¡Eso no lo pide ninguna madre! Ni mi
Angustias toleraría que yo dispusiese de su noble y valeroso
corazón!—dijo doña Teresa con tal dignidad, que el Capitán se quedó
yerto de espanto.
Recobrose al cabo el pobre hombre, y expuso con la humildad del más
cariñoso hijo, besando las manos de la moribunda:
—¡Perdón! ¡Perdón, señora! ¡Yo soy un insensato, un monstruo, un hombre
sin educación que no sabe explicarse!... Mi ánimo no ha sido ofender a
usted ni a Angustias... Lo que he querido advertir a usted lealmente, es
que yo haría muy desgraciada a esa hermosa joven, modelo de virtudes, si
llegase a casarme con ella; que yo no he nacido para amar ni para que me
amen, ni para vivir acompañado, ni para tener hijos, ni para nada
que sea dulce, tierno y afectuoso... Yo soy independiente como un
salvaje, como una fiera, y el yugo del matrimonio me humillaría, me
desesperaría, me haría dar botes que llegaran al cielo.—Por lo demás,
ni ella me quiere, ni yo la merezco, ni hay para que hablar de este
asunto.—En cambio, ¡hágame usted el favor de creer, por esta primera
lágrima que derramo desde que soy hombre, y por estos primeros
besos de mis labios, que todo lo que yo pueda agenciar en el mundo,
y mis cuidados, y mi vigilancia, y mi sangre, serán para Angustias, a
quien estimo, y quiero, y amo, y debo la vida..., y hasta quizá el
alma!—Lo juro por esta santa medalla que mi madre llevó siempre al
cuello... Lo juro por...—Pero ¡usted no me oye!... ¡Usted no me
contesta! ¡Usted no me mira!—¡Señora! ¡Generala! ¡Doña Teresa!... ¿Se
siente usted peor? ¡Ah, Dios mío! ¡Si me parece que se ha muerto!
¡Diablo y demonio! ¡Y yo sin poder moverme! ¡Rosa! ¡Rosa! ¡Agua!
¡Vinagre! ¡Un confesor! ¡Una cruz, y yo le recomendaré el alma como
pueda!... Pero aquí tengo mi medalla... ¡Virgen Santísima! ¡Recibe en tu
seno a mi segunda madre! Pues, señor, ¡estoy fresco! ¡Pobre Angustias!
¡Pobre de mí! ¡En buena me he metido por salir a cazar
revolucionarios!
Todas aquellas exclamaciones estaban muy en su lugar. Doña Teresa había
muerto al sentir en su mano los besos y las lágrimas del Capitán
Veneno, y una sonrisa de suprema felicidad vagaba todavía por los
entreabiertos labios del cadáver.
VII
MILAGROS DEL DOLOR
A los gritos del consternado huésped, seguidos de lastimeros ayes de la
criada, despertó Angustias...—Medio se vistió, llena de espanto, y
corrió hacia la habitación de su madre... Pero en la puerta halló
atravesada la silla de ruedas de D. Jorge, el cual, con los brazos
abiertos y los ojos casi fuera de las órbitas, le cerraba el paso,
diciendo:
—¡No entre usted, Angustias! ¡No entre usted, o me levanto, aunque me
muera!
—¡Mi pobre mamá! ¡Mi madre de mi alma!—¡Déjeme usted ver a mi
madre!...—gimió la infeliz, pugnando por entrar.
—¡Angustias! ¡En el nombre de Dios, no entre ahora! Ya entraremos luego
juntos... ¡Deje usted descansar un momento a la que tanto ha padecido!
—¡Pobre hija mía! ¡Llora conmigo cuanto quieras!—respondió D.
Jorge, atrayendo hacia su corazón la cabeza de la pobre huérfana, y
acariciándole el pelo con la otra mano.—¡Llora con el que no había
llorado nunca, hasta hoy, que llora por ti... y por ella!...
Era tan extraordinaria y prodigiosa aquella emoción en un hombre como el
Capitán Veneno, que Angustias, en medio de su horrible desgracia, no
pudo menos de significarle aprecio, y gratitud, poniéndole una mano
sobre el corazón...
Y así estuvieron abrazados algunos instantes aquellos dos seres que la
felicidad nunca hubiera hecho amigos.
PARTE CUARTA
I
DE CÓMO EL CAPITÁN LLEGÓ A HABLAR SOLO
Quince días después del entierro de doña Teresa Carrillo de Albornoz, a
eso de las once de una espléndida mañana del mes de las flores, víspera
o antevíspera de San Isidro, nuestro amigo el Capitán Veneno se
paseaba muy de prisa por la sala principal de la casa mortuoria, apoyado
en dos hermosas y desiguales muletas de ébano y plata, regalo del
marqués de los Tomillares; y aunque el mimado convaleciente estaba allí
solo, y no había nadie ni en el gabinete ni en la alcoba, hablaba de vez
en cuando a media voz, con la rabia y desabrimiento de costumbre.
—¡Nada! ¡Nada!... ¡Está visto!—exclamó por último, parándose en mitad
de la habitación.—¡La cosa no tiene remedio! ¡Ando perfectísimamente!
¡Y hasta creo que andaría mejor sin estos palitroques! Es decir, que ya
puedo marcharme a mi casa...
—¡Puedo! ¡He dicho puedo!... ¿Qué es poder? Antes pensaba yo que
el hombre podía hacer todo lo que quería, y ahora veo que ni tan
siquiera puede querer lo que le acomoda... ¡Pícaras mujeres!
¡Bien me lo había yo temido desde que nací! ¡Y bien me lo figuré en
cuanto me vi rodeado de faldas la noche del 26 de Marzo! ¡Inútil fue tu
precaución, padre mío, de hacerme amamantar por una cabra! ¡Al cabo de
los años mil, he venido a caer en manos de estas sayonas que te
obligaron a suicidarte!... Pero ¡ah!, ¡yo me escaparé, aunque me deje el
corazón en sus uñas!
En seguida miró el reloj, suspiró de nuevo, y dijo muy quedamente, como
reservándose de sí propio:
—¡Las once y cuarto, y todavía no la he visto, aunque estoy
levantado desde las seis!... ¡Qué tiempos aquellos en que me traía
el chocolate y jugábamos al tute! Ahora siempre que llamo, entra la
gallega... ¡Reventada sea "tan digna servidora", que diría el
necio de mi primo! Pero, en cambio, luego darán las doce, y me avisarán
que está el almuerzo... Iré al comedor, y me encontraré allí con una
estatua vestida de luto, que ni habla, ni ríe, ni llora, ni come, ni
bebe, ni sabe nada de lo que ocurre, nada de lo que su madre me contó
aquella noche, nada de lo que va a suceder, si Dios no lo remedia...
¡Cree la muy orgullosa que está en su casa, y todo su afán es que acabe
de ponerme bueno y me marche, para que mi compañía no la desdore en la
opinión de las gentes! ¡Infeliz! ¿Cómo sacarla de su error? ¿Cómo
decirle que la tengo engañada; que su madre no me entregó ningún dinero;
que, desde hace quince días, todo lo que se gasta acá sale de mi propio
bolsillo?—¡Ah! ¡Eso nunca! ¡Primero me dejo matar que decirle tal
cosa!—Pero ¿qué hago? ¿Cómo no darle, antes o después, cuentas
verdaderas o fingidas? ¿Cómo seguir así indefinidamente?—¡Ella no lo
consentirá! ¡Ella me llamará a capítulo cuando gradúe que debe de
habérseme acabado lo que suponga que poseía su madre, y entonces se
armará en esta casa la de Dios es Cristo!
Por aquí iba en sus pensamientos don Jorge de Córdoba, cuando sonaron
unos golpecitos en la puerta principal de la sala, seguidos de estas
palabras de Angustias:
—¡Entre usted con cinco mil de a caballo!—gritó el Capitán, loco
de alegría, corriendo a abrir la puerta y olvidando todas sus alarmas y
reflexiones.—¡Ya era tiempo de que me hiciese usted una visita como
antiguamente!—¡Aquí tiene usted al oso enjaulado y aburrido, deseando
tener con quien pelear! ¿Quiere usted que echemos una mano al tute?
Pero... ¿qué pasa? ¿Por qué me mira usted con esos ojos?
—Sentémonos y hablemos, Capitán...—dijo gravemente Angustias,
cuyo hechicero rostro, pálido como la cera, expresaba la más honda
emoción.
Don Jorge se retorció los bigotes, según hacía siempre que barruntaba
tempestad, y sentose en el filo de una butaca, mirando a un lado y otro
con aire y desasosiego de reo en capilla.
La joven tomó asiento muy cerca de él; reflexionó unos instantes, o bien
reunió fuerzas para la ya presentida borrasca, y expuso al fin con
imponderable dulzura:
II
—Señor de Córdoba: la mañana en que murió mi bendita madre, y cuando,
cediendo a ruegos de usted, me retiraba a mi aposento, después de
haberla amortajado, por haberse empeñado usted en quedarse solo a
velarla, con una piedad y una veneración que no olvidaré jamás...
—¡Vamos, vamos, Angustias!...—¿Quién dijo miedo?—¡Cara feroz al
enemigo!—¡Tenga usted valor para sobreponerse a esas cosas!
—Sabe usted que no me ha faltado hasta hoy...—respondió la joven con
mayor calma.—Pero no se trata ahora de esta pena, con la cual vivo y
viviré perpetuamente en santa paz, y a cuyo dulce tormento no
renunciaría por nada del mundo... Se trata de contrariedades de otra
índole, en que por fortuna caben alteraciones, y que van a tener en
seguida total remedio...
—¡Quiéralo Dios!—rezó el capitán, viendo cada vez más cerca el
nublado.
—Decía...—continuó Angustias—que aquella mañana me habló usted, sobre
poco más o menos, así: "Hija mía..."
—Déjame proseguir, señor don Jorge. "Hija mía...—exclamó usted con una
voz que me llegó al alma:—en nada tiene usted que pensar por ahora más
que en llorar y en pedir a Dios por su madre... Sabe usted que he
asistido a tan santa mujer en sus últimos momentos... Con este motivo,
me ha enterado de todos sus asuntos y hecho entrega del dinero que
poseía, para que yo corra con entierro, lutos y demás, como tutor de
usted, que me ha nombrado privadamente, y para librarla de cuidados en
los primeros días de su dolor... Cuando se tranquilice usted,
ajustaremos cuentas..."
—¿Y qué?—interrumpió el Capitán, frunciendo muchísimo el entrecejo,
como si, a fuerza de parecer terrible, quisiese cambiar la efectividad
de las cosas.—¿No he cumplido bien tales encargos? ¿He hecho
alguna locura? ¿Cree usted que he despilfarrado su herencia?... ¿No era
justo costear entierro mayor a aquella ilustre señora? O ¿acaso le ha
referido a usted ya algún chismoso que le he puesto en la sepultura una
gran lápida con sus títulos de Generala y de Condesa? Pues lo
de la lápida ha sido capricho mío personal, y tenía pensado rogar a
usted que me permitiera pagarla de mi dinero! ¡No he podido resistir a
la tentación de proporcionar a mi noble amiga el gusto y la gala de usar
entre los muertos los dictados que no le permitieron llevar los vivos!
—Ignoraba lo de la lápida...—profirió Angustias con religiosa
gratitud, cogiendo y estrechando una mano de don Jorge, a pesar de los
esfuerzos que hizo éste por retirarla.—¡Dios se lo pague a
usted!—¡Acepto ese regalo, en nombre de mi pobre madre y en el
mío!—Pero, aun así y todo, ha hecho usted muy mal, sumamente mal, en
engañarme respecto de otros puntos; y, si antes me hubiera enterado de
ello, antes habría venido a pedirle a usted cuentas.
—¿Y podrá saberse, mi querida señorita, en qué la he engañado a
usted?—se atrevió todavía a preguntar D. Jorge, no concibiendo que
Angustias supiese cosas que sólo a él, y momentos antes de expirar,
había referido doña Teresa.
—Me engañó usted aquella triste mañana...—respondió severamente la
joven,—al decirme que mi madre le había entregado no sé qué cantidad...
—¿Y en qué se funda vuestra señoría para desmentir con esa frescura a
todo un Capitán de ejército, a un hombre honrado, a una persona
mayor?—gritó con fingida vehemencia D. Jorge, procurando meter la cosa
a barato y armar camorra para salir de aquel mal negocio.
—Me fundo—respondió Angustias sosegadamente—en la seguridad,
adquirida después, de que mi madre no tenía ningún dinero cuando cayó en
cama.
—¿Cómo que no? ¡Estas chiquillas se lo quieren saber todo!
¿Pues ignora usted que doña Teresa acababa de enajenar una joya de
muchísimo mérito?...
—Sí... sí... ¡ya sé!... Una gargantilla de perlas con broches de
brillantes..., por la cual le dieron quinientos duros...
—¡Justamente! ¡Una gargantilla de perlas... como nueces, de cuyo
importe nos queda todavía mucho oro que ir gastando!... ¿Quiere usted
que se lo entregue ahora mismo? ¿Desea usted encargarse ya de la
administración de su hacienda? ¿Tal mal le va con mi tutoría?
—¡Qué bueno es usted, Capitán!... Pero ¡que imprudente a la
vez!—repuso la joven.—Lea usted esta carta, que acabo de recibir, y
verá dónde estaban los quinientos duros desde la tarde en que mi madre
cayó herida de muerte...
El Capitán se puso más colorado que una amapola; pero aun sacó fuerzas
de flaqueza, y exclamó, echándola de muy furioso...
—¡Conque es decir que yo miento! ¡Conque un papelucho merece más
crédito que yo! ¡Conque de nada me sirve toda una vida de formalidad, en
que he tenido palabra de rey!
—Le sirve a usted, señor D. Jorge, para que yo le agradezca más y más
el que, por mí, y sólo por mí, haya faltado esta vez a esa buena
costumbre...
—¡Veamos qué dice la carta!—replicó el Capitán, por ver si hallaba en
ella medio de cohonestar la situación.
—¡Probablemente será alguna pamplina!
—¡Probablemente será alguna pamplina!
La carta era del abogado o asesor de la difunta Generala, y decía así:
"Señorita Doña Angustias Barbastro.
"Muy señora mía y estimada amiga:
"Acabo de recibir extraoficialmente la triste noticia del óbito de su
señora madre (Q. S. G. H.), y acompaño a usted en su legítimo
sentimiento, deseándole fuerzas físicas y morales para sufrir tan
inapelable y rudo golpe de la Superioridad que regula los destinos
humanos.
"Dicho esto, que no es fórmula oratoria de cortesía, sino expresión
del antiguo y alegado afecto que le profesa mi alma, tengo que cumplir
con usted otro deber sagrado, cuyo tenor es el siguiente:
"El procurador o agente de negocios de su difunta madre, al notificarme
hoy la penosa nueva, me ha dicho que, cuando, hace dos semanas, fue a
poner en su conocimiento la desfavorable resolución del expediente de la
viudedad, y a presentarle las notas de nuestros honorarios, tuvo ocasión
de comprender que la señora poseía apenas el dinero suficiente para
satisfacerlos, como por desventura los satisfizo en el acto, con un
apresuramiento en que creí ver nuevas señales del amargo desvío
que ya me había usted demostrado con anterioridad...
"Ahora bien, mi querida Angustias: atorméntame mucho la idea de si
estará usted pasando apuros y molestias en tan agravantes
circunstancias, por la exagerada presteza con que su mamá me hizo
efectiva aquella suma (reducido precio de las seis solicitudes, cuyo
borrador le escribí y hasta copié en limpio), y pido a usted su
consentimiento previo para devolver el dinero, y aun para agregar todo
lo demás que usted necesite y yo posea.
"No es culpa mía si no tengo personalidad suficiente ni otros títulos
que un amor tan grande como sin correspondencia, al hacer a usted
semejante ofrecimiento, que le suplico acepte, en debida forma, de su
apasionado y buen amigo, atento y seguro servidor, que besa sus pies,
"Tadeo Jacinto de Pajares."
—¡Mire usted aquí un abogado a quien yo le voy a cortar el
pescuezo!—exclamó D. Jorge, levantando la carta sobre su
cabeza.—¡Habrá infame! ¡Habrá judío! ¡Habrá canalla!... Asesina a
la buena señora hablándole de insolvencia, y de ejecución, al
pedirle los honorarios, para ver si la obligaba a darle la mano de
usted; y ahora quiere comprar esa misma mano con el dinero que le sacó
por haber perdido el asunto de la viudedad... ¡Nada, nada! ¡Corro en su
busca! ¡A ver! ¡Alárgueme usted esas muletas!—¡Rosa! ¡mi
sombrero!... (Es decir: ve a mi casa y di que te lo den.) O si no,
tráeme (que ahí estará en la alcoba) mi gorra de cuartel... ¡y el
sable!—Pero no... ¡no traigas el sable! ¡Con las muletas me basta y
sobra para romperle la cabeza!
—Márchate, Rosa..., y no hagas caso; que éstas son chanzas del Sr. D.
Jorge...—expusó Angustias, haciendo pedazos la carta.—Y usted Capitán,
siéntese y óigame...—se lo suplico.—Yo desprecio al señor abogado con
todos sus mal adquiridos millones, y ni le he contestado, ni le
contestaré.—¡Cobarde y avaro, imaginó desde luego que podría hacer suya
a una mujer como yo, sólo con defender de balde en las oficinas
nuestra mala causa!...—No hablemos más, ni ahora ni nunca, del indigno
viejo...
—¡Pues no hablemos tampoco de ninguna otra cosa!—añadió el ladino
Capitán, logrando alcanzar las muletas y comenzando a pasearse
aceleradamente cual si huyera de la interrumpida discusión.
—Pero, amigo mío...—observó con sentido acento la joven.—Las cosas no
pueden quedar así...
—¡Bien! ¡Bien! Ya hablaremos de eso. Lo que ahora interesa es almorzar,
pues yo tengo muchísima hambre... Y ¡qué fuerte me ha dejado la pierna
ese zorro viejo de doctor! ¡Ando como un gamo! Dígame usted, cara
de cielo, ¿a cómo estamos hoy?
—¡Capitán!—exclamó Angustias con enojo.—¡No me moveré de esta silla
hasta que me oiga usted, y resolvamos el asunto que aquí me ha traído!
—¿Qué asunto? ¡Vaya!... ¡Déjeme usted a mi de canciones!... Y, a
propósito de canciones... ¡Juro a usted no volver a cantar en toda mi
vida la jota aragonesa! ¡Pobre Generala! ¡Cómo se reía al oírme!
—¡Señor de Córdoba!...—insistió Angustias con mayor acritud.—¡Vuelvo
a suplicar a usted que preste alguna atención a un caso en que están
comprometidas mi honra y mi dignidad!...
—¡Para mí no tiene usted nada comprometido!—respondió D. Jorge,
tirando al florete con la más corta de las muletas.—¡Para mí es
usted la mujer más honrada y digna que Dios ha criado!
—¡No basta serlo para usted! ¡Es necesario que opine lo mismo todo el
mundo! Siéntese usted, pues, y escúcheme, o envío a llamar a su señor
primo, el cual, a fuer de hombre de conciencia, pondrá término a la
vergonzosa situación en que me hallo.
—¡Le digo a usted que no me siento! Estoy harto de camas, de butacas y
de sillas... Sin embargo, puede usted hablar cuanto guste...—replicó D.
Jorge, dejando de tirar al florete; pero quedándose en primera
guardia.
—Poco será lo que le diga...—profirió Angustias, volviendo a su grave
entonación,—y ese poco... ya se le habrá ocurrido a usted desde el
primer momento. Señor Capitán: hace quince días que sostiene usted
esta casa; usted pagó el entierro de mi madre; usted me ha costeado los
lutos; usted me ha dado el pan que he comido... Hoy no puedo abonarle lo
que lleva gastado, como se lo abonaré con el tiempo...; pero sepa usted
que desde ahora mismo...
—¡Rayos y culebrinas! ¡Pagarme usted a mí! ¡Pagarme
ella!...—gritó el Capitán con tanto dolor como furia, levantando en
alto las muletas, hasta llegar con la mayor al techo de la sala.—¡Esta
mujer se ha propuesto matarme!—¡Y para eso quiere que la
oiga!...—¡Pues no la oigo a usted! ¡Se acabó la
conferencia!—¡Rosa! ¡El almuerzo!—Señorita: en el comedor la
aguardo...—Hágame el obsequio de no tardar mucho.
—¡Buen modo tiene usted de respetar la memoria de mi madre! ¡Bien
cumple los encargos que le hizo en favor de esta pobre huérfana! ¡Vaya
un interés que se toma por mi honor y por mi reposo!...—exclamó
Angustias con tal majestad, que D. Jorge se detuvo como el caballo a
quien refrenan; contempló un momento a la joven; arrojó las muletas
lejos de sí; volvió a sentarse en la butaca, y dijo, cruzándose de
brazos:
—¡Hable usted hasta la consumación de los siglos!
—Decía...—continuó Angustias, así que se hubo serenado—que desde hoy
cesará la absurda situación creada por la imprudente generosidad de
usted. Ya está usted bueno, y puede trasladarse a su casa...
—¡Bonito arreglo!—interrumpió don Jorge, tapándose luego la boca como
arrepentido de la interrupción.â
—¡El único posible!—replicó Angustias.
—¿Y qué hará usted en seguida, alma de Dios?—gritó el Capitán.—¿Vivir
del aire, como los camaleones?
—Yo... ¡figúrese usted!... Venderé casi todos los muebles y ropas de la
casa...
—¡Que valen cuatro cuartos!—volvió a interrumpir D. Jorge,
paseando una mirada despreciativa por las cuatro paredes de la
habitación, no muy desmanteladas, a la verdad.
—¡Valgan lo que valieren!—repuso la huérfana con
mansedumbre.—Ello es que dejaré de vivir a costa de su bolsillo de
usted, o de la caridad de su señor primo.
—¡Eso no! ¡canastos! ¡Eso no! Mi primo no ha pagado nada!—rugió el
Capitán con suma nobleza.—¡Pues no faltaba más, estando yo en el
mundo!—Cierto es que el pobre Álvaro...—yo no quiero quitarle su
mérito,—en cuanto supo la fatal ocurrencia se brindó a todo..., es
decir, ¡a muchísimo más de lo que usted puede figurarse!... Pero yo le
contesté que la hija de la condesa de Santurce sólo podía admitir
favores (o sea hacerlos ella misma, en el mero hecho de admitirlos) de
su tutor D. Jorge de Córdoba, a cuyos cuidados la confió la difunta.—El
hombre conoció la razón, y entonces me reduje a pedirle prestados, nada
más que prestados, algunos maravedises, a cuenta del sueldo que
gano en su contaduría.—Por consiguiente, señorita Angustias, puede
usted tranquilizarse en ese particular, aunque tenga más orgullo que D.
Rodrigo en la horca.
—Me es lo mismo...—balbuceó la joven—supuesto que yo he de pagar al
uno o al otro, cuando...
—¿Cuando qué?—¡Ésa es toda la cuestión!—Dígame usted cuándo...
—¡Hombre!... Cuando, a fuerza de trabajar, y con la ayuda de Dios
misericordioso, me abra camino en esta vida...
—¡Caminos, canales y puertos!—voceó el Capitán.—¡Vamos, señora!
¡No diga usted simplezas!—¡Usted trabajar! ¡Trabajar con esas manos tan
bonitas, que no me cansaba de mirar cuando jugábamos al tute!—Pues, ¿a
qué estoy yo en el mundo, si la hija de doña Teresa Carrillo, ¡de mi
única amiga!, ha de coger una aguja, o una plancha, o un demonio,
para ganarse un pedazo de pan?
—Bien: dejemos todo eso a mi cuidado y al tiempo...—replicó Angustias,
bajando los ojos.—Pero, entretanto quedamos en que usted me dispensará
el favor de marcharse hoy...—¿No es verdad que se marchará usted?
—Porque ya está usted bueno; ya puede andar por la calle, como anda por
la casa, y no parece bien que sigamos viviendo juntos...
—¡Pues figúrese usted que esta casa fuera de huéspedes!... ¡Ea! ¡Ya lo
tiene usted arreglado todo! ¡Así no hay que vender muebles ni nada! Yo
le pago a usted mi pupilaje; ustedes me cuidan... ¡y en paz! Con los dos
sueldos que reúno hay de sobra para que todos lo pasemos muy bien,
puesto que en adelante no me formarán causas por desacato, ni volveré a
perder nada al tute, como no sea la paciencia... cuando me gane usted
muchos juegos seguidos... ¿Quedamos conformes?
—¡No delire usted, Capitán!—profirió Angustias, con voz
melancólica.—Usted no ha entrado en esta casa como pupilo ni nadie
creería que estaba usted en ella en tal concepto; ni yo quiero que
lo esté... ¡No tengo yo edad ni condiciones para ama de huéspedes!...
Prefiero ganar un jornal cosiendo o bordando.
—Es usted muy compasivo...—prosiguió la huérfana,—y le agradezco con
toda mi alma lo que padece al ver que en nada puede ayudarme... Pero
ésta es la vida, éste es el mundo, ésta es la ley de la sociedad.
—¿Qué me importa a mí la sociedad?
—¡A mí me importa mucho! Entre otras razones, porque sus leyes son un
reflejo de la ley de Dios.
—¡Conque es ley de Dios que yo no pueda mantener a quien quiero!
—Lo es, señor Capitán, en el mero hecho de estar la sociedad dividida
en familias...
—¡Yo no tengo familia, y, por consiguiente, puedo disponer libremente
de mi dinero!
—Pero yo no debo aceptarlo. La hija de un hombre de bien que se
apellidaba Barbastro, y de una mujer de bien que se apellidaba
Carrillo, no puede vivir a expensas de un cualquiera...
—¡Luego yo soy para usted un cualquiera!...
—Y un cualquiera de los peores... para el caso de que se trata,
supuesto que es usted soltero, todavía joven, y nada santo... de
reputación.
—¡Mire usted, señorita!—exclamó resueltamente el Capitán, después de
breve pausa, como quien va a epilogar y resumir una intrincada
controversia.—La noche que ayudé a bien morir a su madre de usted le
dije honradamente y con mi franqueza habitual (para que aquella buena
señora no se muriese en un error, sino a sabiendas de lo que
pasaba), que yo, el Capitán Veneno, pasaría por todo en este mundo,
menos por tener mujer e hijos.—¿Lo quiere usted más claro?
—¿Y a mí qué me cuenta usted?—respondió Angustias con tanta dignidad
como gracia.—¿Cree usted, por ventura, que yo le estoy pidiendo
indirectamente su blanca mano?
—¡No, señora!—se apresuró a contestar D. Jorge, ruborizándose hasta lo
blanco de los ojos.—¡La conozco a usted demasiado para suponer tal
majadería!—Además, ya hemos visto que usted desprecia novios
millonarios, como el abogado de la famosa carta...—¿Qué digo? La
propia doña Teresa me dio la misma contestación que usted, cuando le
revelé mi inquebrantable propósito de no casarme nunca... Pero yo
le hablo a usted de esto para que no extrañe ni lleve a mal el que,
estimándola a usted como la estimo, y queriéndola como la quiero...
(¡porque yo la quiero a usted muchísimo más de lo que se figura!), no
corte por lo sano y diga: "¡Basta de requilorios, hija del alma!
¡Casémonos, y aquí paz y después gloria!"
—¡Es que no bastaría que usted lo dijese!...—contestó la joven con
heroica frialdad.—Sería menester que usted me gustara.
—¿Estamos ahí ahora?—bramó el Capitán, dando un brinco.—Pues ¿acaso
no le gusto yo a usted ?
—¿De dónde saca usted semejante probabilidad, caballero don
Jorge?—repuso Angustias implacablemente.
—¡Déjeme usted a mí de probabilidades ni de latines!—tronó el pobre
discípulo de Marte.—¡Yo sé lo que me digo! ¡Lo que aquí pasa,
hablando mal y pronto, es que no puedo casarme con usted, ni vivir de
otro modo en su compañía, ni abandonarla a su triste suerte!... Pero
créame usted, Angustias: ni usted es una extraña para mí, ni yo lo soy
para usted..., ¡y el día que yo supiera que usted ganaba ese jornal que
dice; que usted servía en una casa ajena; que usted trabajaba con sus
manecitas de nácar..., que usted tenía hambre..., o frío, o... (¡Jesús!
¡No quiero pensarlo!), le pegaba fuego a Madrid, o me saltaba la tapa de
los sesos!
—Transija usted, pues; y, ya que no acepte el que vivamos juntos como dos hermanos (porque el mundo lo mancha todo con sus ruines pensamientos), consienta que le señale una pensión anual, como la señalan los Reyes o los ricos a las personas dignas de protección y ayuda...
—Transija usted, pues; y, ya que no acepte el que vivamos juntos como dos hermanos (porque el mundo lo mancha todo con sus ruines pensamientos), consienta que le señale una pensión anual, como la señalan los Reyes o los ricos a las personas dignas de protección y ayuda...
—Es que usted, señor don Jorge, no tiene nada de rico ni de Rey.
—¡Bueno! Pero usted es para mí una reina, y debo y quiero pagarle el
tributo voluntario con que suelen sostener los buenos súbditos a los
reyes proscritos...
—Basta de reyes y de reinas, mi Capitán...—prosiguió Angustias con el
triste reposo de la desesperación.
—Usted no es, ni puede ser para mi otra cosa que un excelente amigo de los buenos tiempos, a quien siempre recordaré con gusto. Digámonos adiós, y déjeme siquiera la dignidad en la desgracia.
—Usted no es, ni puede ser para mi otra cosa que un excelente amigo de los buenos tiempos, a quien siempre recordaré con gusto. Digámonos adiós, y déjeme siquiera la dignidad en la desgracia.
—¡Eso es! ¡Y yo, entretanto, me bañaré en agua de rosas, con la
idea de que la mujer que me salvó la vida, exponiendo la suya, está
pasando las de Caín! ¡Yo tendré la satisfacción de pensar en que la
única hija de Eva de quien he gustado, a quien he querido, a quien...
adoro con toda mi alma, carece de lo más necesario, trabaja para
alimentarse malamente, vive en una guardilla, y no recibe de mí ningún
socorro, ningún consuelo!...
—¡Señor Capitán!—interrumpió Angustias solemnemente.—Los hombres que
no pueden casarse, y que tienen la nobleza de reconocerlo y de
proclamarlo, no deben hablar de adoración a las señoritas honradas.
Conque lo dicho: mande usted por un carruaje, despidámonos como
personas decentes, y ya sabrá usted de mí cuando me trate mejor la
fortuna.
—¡Ay, Dios mío de mi alma! ¡Qué mujer ésta!—clamó el Capitán,
tapándose el rostro con las manos.—¡Bien me lo temí todo desde que le
eché la vista encima! ¡Por algo dejé de jugar al tute con ella!
¡Por algo he pasado tantas noches sin dormir!—¿Hase visto apuro
semejante al mío? ¿Cómo la dejo desamparada y sola, si la quiero más que
a mi vida? ¿Ni cómo me caso con ella, después de tanto como he
declamado contra el matrimonio? ¿Qué dirían de mí en el Casino? ¿Qué
dirían los que me encontrasen en la calle con una mujer de bracete, o en
casa, dándole la papilla a un rorro?—¡Niños a mí! ¡Yo bregar con
muñecos! ¡Yo oírlos llorar! ¡Yo temer a todas horas que estén malos, que
se mueran, que se los lleve el aire!—Angustias... ¡créame usted por
Jesucristo vivo! ¡Yo no he nacido para esas cosas!—¡Viviría tan
desesperado, que, por no verme y oírme, pediría usted a voces el
divorcio o quedarse viuda!...—¡Ah! ¡Tome usted mi consejo! ¡No se case
conmigo, aunque yo quiera !
—Pero, hombre...—expuso la joven, retrepándose en su butaca con
admirable serenidad. ¡Usted se lo dice todo!—¿De dónde saca usted que
yo deseo que nos casemos; que yo aceptaría su mano; que yo no prefiero
vivir sola, aunque para ello tenga que trabajar día y noche, como
trabajan otras muchas huérfanas ?
—¿Que de dónde lo saco?—respondió el Capitán con la mayor ingenuidad
del mundo.—¡De la naturaleza de las cosas! ¡De que los dos nos
queremos! ¡De que los dos nos necesitamos! ¡De que no hay otro arreglo
para que un hombre como yo y una mujer como usted vivan juntos!—¿Cree
usted que yo no lo conozco; que no lo había pensado ya; que a mí me son
indiferentes su honra y su nombre?—Pero he hablado por hablar, por huir
de mi propia convicción, por ver si escapaba al terrible dilema que me
quita el sueño, y hallaba un modo de no casarme con usted..., como al
cabo tendré que casarme, si se empeña en quedarse sola...
—¡Sola! ¡Sola!...—repitió donosamente Angustias.—Y ¿por qué no mejor
acompañada? ¿Quién le dice a usted que no encontraré yo con el tiempo
un hombre de mi gusto, que no tenga horror al matrimonio?
—¡Angustias! ¡Doblemos esa hoja!—gritó el Capitán, poniéndose de color
de azufre.
—¿Por qué doblarla?
—¡Doblémosla, digo!...; y sepa usted desde ahora, que me comeré el
corazón del temerario que la pretenda... Pero hago muy mal en
incomodarme sin fundamento alguno... ¡No soy tan tonto que ignore lo que
nos sucede!... ¿Quiere usted saberlo? Pues es muy sencillo. ¡Los dos nos
queremos!... Y no me diga usted que me equivoco, ¡porque eso sería
faltar a la verdad! Y allá va la prueba. ¡Si usted no me quisiera a mí,
no la querría yo a usted!... ¡Lo que yo hago es pagar! ¡Y le debo a
usted tanto!... ¡Usted, después de haberme salvado la vida, me ha
asistido como una Hermana de la Caridad; usted ha sufrido con paciencia
todas las barbaridades que, por librarme de su poder seductor, le he
dicho durante cincuenta días; usted ha llorado en mis brazos cuando se
murió su madre; usted me está aguantando hace una hora!... En fin...
¡Angustias!... Transijamos... Partamos la diferencia... ¡Diez años de
plazo le pido a usted! Cuando yo cumpla el medio siglo, y sea ya otro
hombre, enfermo, viejo y acostumbrado a la idea de la esclavitud, nos
casaremos sin que nadie se entere, y nos iremos fuera de Madrid, al
campo, donde no haya público, donde nadie pueda burlarse del antiguo
Capitán Veneno... Pero, entretanto, acepte usted, con la mayor
reserva, sin que lo sepa alma viviente, la mitad de mis recursos...
Usted vivirá aquí, y yo en mi casa. Nos veremos... siempre delante de
testigos: por ejemplo, en alguna tertulia formal. Todos los días nos
escribiremos. Yo no pasaré jamás por esta calle, para que la
maledicencia no murmure..., y, únicamente el día de Finados, iremos
juntos al cementerio, con Rosa, a visitar a doña Teresa...
Angustias no pudo menos de sonreírse al oír este supremo discurso del
buen Capitán. Y no era burlona aquella sonrisa, sino gozosa, como un
deseado albor de esperanza, como el primer reflejo del tardío astro de
la felicidad, que ya iba acercándose a su horizonte... Pero, mujer al
cabo, aunque tan digna y sincera como la que más, supo reprimir su
naciente alegría, y dijo con simulada desconfianza y con la entereza
propia de un recato verdaderamente pudoroso:
—¡Hay que reírse de las extravagantes condiciones que pone usted a la
concesión de su no solicitado anillo de boda!—¡Es usted cruel en
regatear al menesteroso limosnas que tiene la altivez de no pedir, y
que por nada de este mundo aceptaría! Pues añada usted que, en la
presente ocasión, se trata de una joven..., no fea ni desvergonzada, a
quien está usted dando calabazas hace una hora, como si ella le
hubiese requerido de amores.—Terminemos, por consiguiente, tan odiosa
conversación, no sin que antes lo perdone yo a usted y hasta le dé las
gracias por su buena, aunque mal expresada voluntad... ¿Llamo ya a Rosa
para que vaya por el coche?
—¡Todavía no, cabeza de hierro! ¡Todavía no!—respondió el Capitán,
levantándose con aire muy reflexivo, como si estuviese buscando forma a
un pensamiento abstruso y delicado.—Ocúrreseme otro medio de
transacción, que será el último...; ¿entiende usted, señora aragonesa?
¡El último que este otro aragonés se permitirá indicarle!...—Mas, para
ello, necesito que antes me responda usted con lealtad a una
pregunta..., después de haberme alargado las muletas, a fin de
marcharme sin hablar más palabra, en el caso de que se niegue usted
a lo que pienso proponerle...
—Pregunte usted y proponga...—dijo Angustias, alargándole las muletas
con indescriptible donaire.
Don Jorge se apoyó, o, mejor dicho, se irguió sobre ellas, y, clavando
en la joven una mirada pesquisidora, rígida, imponente, la interrogó con
voz de magistrado:
—¿Le gusto a usted? ¿Le parezco aceptable, presciendiendo de estos
palitroques, que tiraré muy pronto? ¿Tenemos base sobre que tratar? ¿Se
casaría usted conmigo inmediatamente, si yo me resolviera a pedirle su
mano, bajo la anunciada condición, que diré luego?
Angustias conoció que se jugaba el todo por el todo... Pero, aun
así, púsose también de pie, y dijo con su nunca desmentido valor:
—Señor don Jorge: esa pregunta es una indignidad, y ningún caballero la
hace a las que considera señoras. ¡Basta ya de ridiculeces!... ¡Rosa!
¡Rosa! El señor de Córdoba te llama...
Y, hablando así, la magnánima joven se encaminó hacia la puerta
principal de la habitación, después de hacer una fría reverencia al
endiablado Capitán.
Éste la atajó en mitad de su camino, gracias a la más larga de sus
muletas, que extendió horizontalmente hasta la pared, como un gladiador
que se va a fondo, y entonces exclamó con humildad inusitada:
—¡No se marche usted, por la memoria de aquella que nos ve desde el
cielo! ¡Me resigno a que no conteste usted a mi pregunta, y paso a
proponerle la transacción!... ¡Estará escrito que no se haga más que lo
que usted quiera! Pero tú, Rosita, ¡márchate con cinco mil demonios, que
ninguna falta nos haces aquí!
Angustias que pugnaba por apartar la valla interpuesta a su paso, se
detuvo al oír la sentida invocación del Capitán, y mirole fijamente a
los ojos, sin volver hacia él más que la cabeza y con un indefinible
aire de imperio, de seducción y de impasibilidad.—¡Nunca la había visto
D. Jorge tan hermosa ni tan expresiva! ¡Entonces sí que parecía una
reina!
—Angustias...—continuó diciendo, o más bien tartamudeando aquel héroe
de cien combates, de quien tanto se prendó la joven madrileña al
verlo revolverse como un león entre cientos de balas.—¡Bajo una
condición precisa, inmutable, cardinal, tengo el honor de pedirle su
mano, para que nos casemos cuando usted diga; mañana..., hoy..., en
cuanto arreglemos los papeles..., lo más pronto posible; pues yo no
puedo vivir ya sin usted!...
La joven dulcificó su mirada, y comenzó a pagar a D. Jorge aquel
verdadero heroísmo con una sonrisa tierna y deliciosa.
—¡Pero repito que es bajo una condición!...—se apresuró a añadir el
pobre hombre, conociendo que la mirada y la sonrisa de Angustias
empezaba a trastornarlo y derretirlo.
—¿Bajo qué condición?—preguntó la joven con hechicera calma,
volviéndose del todo hacia él, y fascinándole con los torrentes de luz
de sus negros ojos.
—¡Bajo la condición—balbuceó el catecúmeno—de que si tenemos hijos...
los echaremos a la Inclusa! ¡Oh! ¡Lo que es en esto no cederé jamás!
¿Acepta usted? ¡Dígame que sí, por María Santísima!
—Pues ¿no he de aceptar, señor Capitán Veneno?—respondió Angustias
soltando la carcajada.—¡Usted mismo irá a echarlos!... ¿Qué digo?...
¡Iremos los dos juntos! ¡Y los echaremos sin besarlos ni nada!
¡Jorge!... ¿Crees tú que los echaremos?
Tal dijo Angustias, mirando a D. Jorge de Córdoba con angelical
arrobamiento.
El pobre Capitán se sintió morir de ventura; un río de lágrimas
brotó de sus ojos, y exclamó estrechando entre sus brazos a la gallarda
huérfana:
—¡Conque estoy perdido!
—¡Completísimamente perdido, señor Capitán Veneno!—replicó
Angustias.—Así, pues, vamos a almorzar; luego jugaremos al tute; y, a
la tarde, cuando venga el Marqués, le preguntaremos si quiere ser
padrino de nuestra boda, cosa que el buen señor está deseando, en mi
concepto, desde la primera vez que nos vio juntos.
III
Una mañana del mes de Mayo de 1852, es decir, cuatro años después de la
escena que acabamos de reseñar, cierto amigo nuestro (el mismo que nos
ha referido la presente historia) paró su caballo a la puerta de una
antigua casa con honores de palacio, situada en la Carrera de San
Francisco de la villa y corte; entregó las bridas al lacayo que lo
acompañaba, y preguntó al levitón animado que le salió al encuentro
en el portal:
—¿Está en su oficina D. Jorge de Córdoba ?
—El caballero—dijo en asturiano la interrogada pieza de
paño—pregunta, a lo que imagino, por el excelentísimo señor Marqués de
los Tomillares...
—¿Cómo así? ¿Mi querido Jorge es ya Marqués?—replicó el apeado
jinete.—¿Murió al fin el bueno de don Álvaro? ¡No extrañe usted que lo
ignorase, pues anoche llegué a Madrid, después de año y medio de
ausencia!...
—El señor marqués don Álvaro—dijo solemnemente el servidor,
quitándose la galoneada tartera que llevaba por gorra—falleció
hace ocho meses, dejando por único y universal heredero a su señor primo
y antiguo Contador de esta casa, don Jorge de Córdoba, actual Marqués de
los Tomillares...
—Pues bien: hágame usted el favor de avisar que le pasen recado de que
aquí está su amigo T...
—Suba el caballero... En la biblioteca lo encontrará. Su Excelencia no
gusta de que le anunciemos las visitas, sino de que dejemos entrar a
todo el mundo como a Pedro por su casa.
—Afortunadamente...—exclamó para sí el visitante, subiendo la
escalera—yo me sé de memoria la casa, aunque no me llamo Pedro...
¡Conque en la biblioteca!..., ¿eh? ¡Quién había de decir que el Capitán
Veneno se metiese a sabio!
Recorrido que hubo aquella persona varias habitaciones, encontrando al
paso a nuevos sirvientes que se limitaban a repetirle: El señor está en
la biblioteca..., llegó al fin a la historiada puerta de tal aposento,
la abrió de pronto, y quedó estupefacto al ver el grupo que se ofreció
ante su vista.
En medio de la estancia hallábase un hombre puesto a cuatro pies sobre
la alfombra: encima de él estaba montado un niño como de tres años,
espoleándole con los talones, y otro niño como de año y medio, colocado
delante de su despeinada cabeza, le tiraba de la corbata, como de un
ronzal, diciéndole borrosamente:
—¡Arre, mula!
http://catalog.lambertvillelibrary.org/texts/Spanish/alarcon/veneno/veneno.htm